UNO
Hubo presagios. A principios de mayo de 2203, las máquinas de noticias anunciaron que una bandada de cuervos blancos había sobrevolado territorio sueco. Una serie de incendios inexplicables destruyeron la mitad de la Colina de Oiseau-Lyre, eje industrial del sistema. Una lluvia de cantos redondos cayó sobre un campo de trabajo marciano. En Batavia, Directorio de la Federación de los Nueve Planetas, nació un becerro con dos cabezas: señal inequívoca de que estaba a punto de producirse un acontecimiento de suma importancia.
Las interpretaciones eran moneda corriente: especular sobre el carácter aleatorio de las fuerzas de la naturaleza se convirtió en un pasatiempo favorito. Todos conjeturaban, se consultaban y discutían sobre la botella, el instrumento socializado del azar. Los adivinos del Directorio eran constantemente solicitados.
Pero lo que para algunos es un presagio, es para otros una desgracia. La primera reacción de la Colina de Oiseau-Lyre ante esta catástrofe parcial, consistió en provocar la catástrofe total para el cincuenta por ciento de sus trabajadores clasificados. Se anularon los juramentos de fidelidad y un número importante de técnicos y expertos fueron despedidos. Abandonados a su suerte, se convirtieron en otro síntoma más de la crisis inminente que amenazaba al sistema. La mayoría del personal despedido se perdió para siempre entre las masas de inclasificados. Aunque no todos.
Ted Benteley descubrió el aviso de despido en el tablón de anuncios y lo arrancó de un tirón. Mientras se encaminaba a su oficina, rompió el aviso con calma y dejó caer los pedazos en una ranura de evacuación de desechos. Fue una reacción desmesurada e inmediata. Difería de la de sus colegas en un punto esencial: se sentía feliz. Durante trece años había recurrido en vano a todas las estratagemas legales para lograr desvincularse de Oiseau-Lyre.
De vuelta en la oficina, cerró la puerta, apagó la pantalla del ordenador interplanetario y se puso a pensar. Tardó sólo una hora en elaborar un plan de acción, un plan que era de una sencillez refrescante.
A mediodía, el departamento de personal de Oiseau-Lyre le devolvió la tarjeta de poder, como sucedía cada vez que la jerarquía rompía un juramento. Le sorprendió volver a ver la tarjeta-p después de tantos años. La sujetó unos instantes entre los dedos antes de guardarla con cuidado en la cartera de mano. Esa tarjeta era su única oportunidad entre seis mil millones de participantes en la gran lotería, la remota posibilidad de acceder, mediante un salto inesperado de la botella, a la posición de clase número Uno. En términos políticos estaba aún en el pasado, treinta y tres años atrás; las tarjetas eran codificadas en el instante del nacimiento.
A las dos y media rompió sus últimos vínculos con Oiseau-Lyre; se trataba de vínculos menores, en los que él era el protector y algún otro el siervo. A las cuatro había vendido ya sus pertenencias —mediante un trámite de urgencia y un tanto por ciento de pérdida bastante elevado— y había comprado un billete de primera clase en un transporte público. Antes del anochecer abandonaba Europa rumbo a la capital del imperio de Indonesia.
En Batavia alquiló una habitación barata en una pensión y deshizo la maleta. El resto de sus posesiones seguía en Francia; si tenía suerte las recuperaría más tarde, y si no, no le importaría. Desde su habitación, curiosamente, se dominaba el edificio principal del Directorio. Un enjambre de hombres y mujeres entraban y salían en una corriente continua, como moscas tropicales, de los múltiples accesos. Todos los caminos y todas las rutas del espacio llevaban a Batavia.
Benteley no disponía de mucho dinero; sólo podría aguantar unos días, y después tendría que actuar. En la Biblioteca de Información Pública retiró un escáner básico y un montón de cintas. Pasó días enteros acumulando información sobre los diferentes aspectos de la bioquímica, materia con la que había obtenido su clasificación original. Estudiaba como un poseído, sin perder de vista una cuestión delicada que lo inquietaba: las solicitudes de posición y lealtad al Gran Presentador eran examinadas una sola vez; si fracasaba en ese primer intento, estaba perdido.
Pensaba jugárselo todo en ese único intento. Se había liberado del sistema de las Colinas y había decidido que no volvería atrás.
Durante los cinco días siguientes fumó un cigarrillo tras otro, dio vueltas alrededor de su habitación un número incalculable de veces, y terminó buscando en las páginas amarillas de la guía ípvic las agencias de chicas a domicilio. Su agencia preferida tenía una oficina cerca; llamó y en menos de una hora todos sus problemas psicológicos habían desaparecido. Entre la rubia esbelta que la agencia había enviado y el bar de la esquina, pudo resistir veinticuatro horas más. Pero ya no le quedaba tiempo. Había llegado el momento de actuar; era ahora o nunca.
Cuando se levantó a la mañana siguiente tenía el cuerpo helado. El Gran Presentador Verrick acostumbraba a contratar según el principio básico del Minimax: aparentemente era el azar lo que decidía el reparto de los juramentos. En seis días Benteley no había conseguido detectar ningún sistema o factor —si los había— que pareciese determinante. Empapado en sudor, se duchó rápidamente, y después volvió a sudar. Se había esforzado, pero no había aprendido nada. Avanzaba a ciegas. Se afeitó, se vistió, pagó a Lori y la mandó de vuelta a la agencia.
La soledad y el miedo volvieron a golpearle. Abandonó la habitación, dejó la maleta en manos de un consignatario, y para mayor seguridad, compró otro amuleto. En un lavabo público lo guardó debajo de la camisa e introdujo una moneda en el dispensador de fenolbarbitúrico. El sedante lo tranquilizó un poco; al salir llamó a un taxi.
—Al Directorio —le indicó al taxista— y tómese su tiempo.
—Entendido, dama o caballero —respondió el robot MacMillan—. Lo que usted ordene. —Los robots MacMillan eran incapaces de hacer distinciones sutiles.
Mientras el taxi sobrevolaba los tejados, unas ráfagas de aire caliente y primaveral se colaban en la cabina. Benteley no parecía advertirlo; tenía la mirada clavada en el imponente conjunto de edificios que se alzaban delante. Había enviado los documentos la noche anterior. Había esperado el tiempo suficiente. Quizá en ese preciso instante se encontraban en el escritorio del primer inspector de la infinita cadena de funcionarios del Directorio.
—Hemos llegado, dama o caballero. —El taxi robot desaceleró y se detuvo; un momento después la puerta se abrió. Benteley pagó y bajó a la calle.
La gente corría alborotada de un lado a otro. El aire zumbaba con un murmullo de incesante agitación. La tensión de las últimas semanas se había vuelto febril. Los mercachifles vendían «métodos» baratos e infalibles para adivinar los saltos imprevisibles de la botella y vencer en el juego del Minimax. Pero la apresurada multitud no les prestaba atención: sabían que si alguien hubiese descubierto un sistema de predicción eficaz, estaría utilizándolo, no vendiéndolo.
En una de las arterias peatonales, Benteley se detuvo a encender un cigarrillo. No, las manos no le temblaban. Deslizó la cartera debajo del brazo, se metió las manos en los bolsillos y se encaminó lentamente hacia la sala de pruebas. Pasó debajo del pesado arco de control y entró en la sala. Quizá, dentro de un mes, a la misma hora, ya habría prestado juramento ante el Directorio... Contempló esperanzado el arco y acarició uno de los amuletos debajo de la camisa.
—Ted —dijo una voz fina y apremiante—. Espera.
Se detuvo. Lori, con los pechos danzando, se abrió camino entre la muchedumbre apretujada y llegó jadeando hasta él.
—Sabía que te encontraría aquí —le dijo—. Tengo algo para ti.
—¿Qué es? —preguntó Benteley, molesto.
Presentía que las Brigadas Telepáticas del Directorio patrullaban el lugar y no le hacía ninguna gracia que ochenta telépatas muertos de aburrimiento le sondearan sus pensamientos más íntimos.
—Es para ti.
Lori le colgó algo alrededor del cuello. Unos transeúntes sonrieron divertidos. Era otro amuleto.
Benteley lo examinó: parecía muy caro.
—¿Crees que me servirá de algo? —preguntó. No había planeado volver a ver a Lori.
—Eso espero —respondió ella rozándole el brazo—. Has estado muy amable. Me echaste antes de que pudiera agradecértelo —continuó en un tono quejumbroso—. ¿Piensas que tienes alguna posibilidad? Sería estupendo que te aceptasen, así quizá te quedarías en Batavia.
—Los telépatas están sondeándote en este momento. Verrick los tiene escondidos por todas partes —respondió Benteley, irritado.
—No me importa —dijo Lori—. Una chica de cama no tiene nada que ocultar.
Benteley no parecía divertido.
—Esto no me gusta. Nunca en mi vida he sido sondeado por telépatas. —Se encogió de hombros—. Aunque si me quedo, supongo que tendré que acostumbrarme.
Fue hacia la oficina central con los documentos y las tarjetas de poder en la mano. La cola avanzaba rápidamente. Poco después un funcionario MacMillan aceptó sus papeles, devoró el contenido y le dijo de mala gana:
—Muy bien, Ted Benteley. Puede pasar.
—Bueno —dijo Lori un poco triste—, supongo que volveremos a vernos. Si te quedas aquí...
Benteley apagó el cigarrillo y se dirigió hacia la entrada de las oficinas interiores.
—Iré a verte —murmuró, apenas consciente de la presencia de la chica.
Apretando la cartera contra el cuerpo, se abrió camino entre la gente que hacía cola y cruzó la puerta. La puerta se cerró inmediatamente detrás de él.
Había conseguido entrar: era el comienzo de todo.
Un hombrecito de mediana edad, con gafas de acero y bigotes encerados, estaba junto a la puerta mirándolo fijamente.
—Usted es Benteley, ¿no?
—Así es —respondió Benteley—. Vengo a ver al Gran Presentador Verrick.
—¿Para qué?
—Soy aspirante a un puesto de clase 8-8.
Una chica entró bruscamente en la oficina. Sin advertir la presencia de Benteley, se puso a hablar:
—Bueno, se acabó —y se llevó una mano a la sien—. ¿Se da cuenta? ¿Está contento ahora?
—No puedo hacer nada —replicó el hombrecito—. Es la ley.
—¡La ley! —La chica se sentó sobre el escritorio y se echó hacia atrás el pelo escarlata. Sacó un cigarrillo y lo encendió con dedos temblorosos e inquietos—. Hay que largarse de aquí inmediatamente, Peter. Ya no hay nada que hacer.
—Sabe muy bien que me quedaré —le respondió el hombrecito.
—Está loco. —La chica se volvió al advertir la presencia de Benteley. Los ojos verdes parpadearon mirándolo con sorpresa y curiosidad—: ¿Y usted quién es?
—Quizá sea mejor que vuelva en otro momento —le dijo el hombrecito a Benteley—. Éste no es precisamente el...
—No he venido hasta aquí para regresar con las manos vacías —lo interrumpió Benteley—. ¿Dónde está Verrick?
La chica lo miró con asombro:
—¿Quiere ver a Reese? ¿Qué es lo que vende?
—Soy bioquímico —replicó Benteley enfurecido—. Busco un puesto de clase 8-8.
Los labios rojos de la chica esbozaron una sonrisa divertida.
—¿De veras? Interesante. —Encogió los hombros desnudos—. Tómele juramento, Peter.
El hombrecito vaciló y le alargó una mano de mala gana:
—Soy Peter Wakeman. Ella es Eleanor Stevens, la secretaria privada de Verrick.
Todo aquello no era exactamente lo que Benteley había esperado. Hubo un silencio mientras los tres se miraban, estudiándose.
—El MacMillan lo ha dejado entrar —explicó Wakeman—. Hay una convocatoria abierta para los de clase 8-8. Pero creo que Verrick ya no necesita más bioquímicos.
—¿Y usted qué sabe? —preguntó Eleanor Stevens—. No es asunto que le incumba; no es el encargado del personal.
—Me guío por el sentido común —dijo Wakeman interponiéndose deliberadamente entre la chica y Benteley—. Lo siento —le dijo a Benteley—. Está perdiendo el tiempo aquí. Vaya a las oficinas de contratación de la Colina. Se pasan la vida vendiendo y comprando bioquímicos.
—Lo sé. He trabajado para las Colinas desde que tenía dieciséis años.
—¿Qué busca aquí entonces? —preguntó Eleanor.
—Me despidieron de Oiseau-Lyre.
—Vaya a ver a Soong.
—No —dijo Benteley levantando de repente la voz—. ¡No quiero oír hablar nunca más de las Colinas!
—¿Por qué? —preguntó Wakeman.
—Las Colinas son corruptas. El sistema se desmorona. Todo se vende al mejor postor.
—¡Bah! —exclamó Wakeman—. No sé por qué se preocupa. Tiene trabajo y eso es lo principal.
—Me pagan por mi tiempo, mi experiencia y mi lealtad —reconoció Benteley—. Tengo un laboratorio de lujo y unos equipos que cuestan más de lo que puedo ganar en toda mi vida. Mi posición está garantizada y, además, cuento con una total protección. Pero a veces me pregunto para qué sirve mi trabajo, qué hacen con él, a dónde va a parar.
—¿Adónde va a parar? —preguntó Eleanor.
—¡A ninguna parte! No sirve de nada, a nadie.
—¿Y a quién tendría que servirle?
Benteley trató de responder.
—No lo sé. A alguien, en algún sitio. ¿No le gustaría que el trabajo de usted tuviera alguna utilidad? He soportado el olor de Oiseau-Lyre todo lo que he podido. En teoría las Colinas son dos unidades económicas separadas e independientes, pero la realidad es muy distinta: trafican con los gastos, el coste de los transportes, los impuestos y muchas otras cosas. Usted conoce el eslogan de las Colinas: EL SERVICIO ES BUENO, UN BUEN SERVICIO ES MEJOR. ¡Qué tontería! Ni siquiera piensan en el bien público; son unos parásitos.
—Nunca pensé que las Colinas fueran organizaciones filantrópicas —observó Wakeman.
Benteley se apartó nerviosamente; los otros dos lo observaban como si fuera un bufón. ¿Por qué se ensañaba tanto con las Colinas? Las Colinas pagaban bien a los siervos clasificados; nadie se había quejado nunca. Sin embargo, él se estaba quejando. El problema era quizá falta de realismo: una secuela anacrónica que la clínica de orientación infantil no había podido extirparle. De todos modos estaba harto.
—¿Cómo sabe que el Directorio es mejor? —preguntó Wakeman—. Me parece que se hace demasiadas ilusiones.
—Déjele jurar —dijo Eleanor con indiferencia—. Si eso es lo que quiere...
Wakeman meneó la cabeza.
—No le tomaré juramento.
—Entonces lo haré yo —replicó la chica.
—Con permiso —dijo Wakeman. Sacó una botella de whisky de un cajón y se sirvió un trago—. ¿Alguien desea acompañarme?
—No, gracias —dijo Eleanor.
Benteley dio media vuelta, fastidiado.
—¿Qué diablos significa todo esto? ¿Es así como trabajan en el Directorio?
Wakeman sonrió.
—¿Se da cuenta? Está empezando a decepcionarse. Quédese donde está, Benteley. Usted no sabe lo que le conviene.
Eleanor se bajó del escritorio y salió de la sala. Regresó al cabo de un momento con la habitual representación simbólica del Gran Presentador.
—Venga, Benteley. Aceptaré su juramento. —Puso un pequeño busto de plástico con la efigie de Reese Verrick en el centro del escritorio y se volvió hacia Benteley—. Vamos, adelante.
Benteley se acercó lentamente a la mesa y ella tocó la bolsita de tela que le colgaba del cuello, el amuleto que Lori le había regalado.
—¿Qué clase de amuleto es esto? —preguntó—. Cuénteme.
Benteley le mostró el fragmento de acero magnetizado y la pizca de polvo blanco:
—Leche de virgen —dijo lacónicamente.
—¿Y no lleva nada más? —preguntó Eleanor, señalando el despliegue de amuletos que le colgaban entre los pechos desnudos. Los ojos verdes bailaron, mirando a un lado y a otro—. No entiendo cómo la gente se las arregla con un solo amuleto. Quizá por eso usted no tiene suerte.
—Mi graduación es altamente positiva —replicó Benteley—. Y tengo dos amuletos más. Éste me lo han regalado.
—¿Ah, sí? —La chica se acercó y lo examinó detenidamente—. Parece el tipo de amuleto que regalaría una mujer. Caro, aunque un poco demasiado chillón.
—¿Es verdad que Verrick no utiliza amuletos? —preguntó Benteley.
—Exacto —confirmó Wakeman—. No los necesita. Cuando la botella lo consagró número Uno ya era de clase 6-3. ¡Si eso no es tener suerte! Ha superado todos los obstáculos hasta la cima, exactamente como en las cintas de educación pedagógica. La suerte le sale por los poros.
—He visto a mucha gente tocarlo con la esperanza de recibir un poco de esa suerte —dijo Eleanor muy orgullosa—. No me parece mal. Yo misma lo he tocado en varias ocasiones.
—¿Y de qué le ha servido? —preguntó Wakeman, señalando las sienes descoloridas de la chica.
—Yo no nací el mismo día ni en el mismo lugar que Reese —respondió Eleanor con sequedad.
—Pues yo no creo en la astrocosmología —dijo Wakeman—. Creo que la suerte se gana o se pierde. Llega a rachas. —Y volviéndose a Benteley continuó—: Verrick puede tener suerte ahora, pero eso no significa que la haya tenido antes. A ellos... —apuntó con un vago ademán hacia el piso de arriba—, a ellos les interesa mantener una apariencia de equilibrio. —Y agregó—: No crea que soy cristiano o algo semejante. Sé muy bien que todo es producto del azar. —El aliento de Wakeman olía a una mezcla de menta y cebolla—. Pero todo el mundo tiene su oportunidad, algún día. Y los grandes y los poderosos siempre terminan cayendo.
Eleanor le echó una rápida mirada de advertencia:
—Tenga cuidado.
Sin apartar la vista de Benteley, Wakeman dijo lentamente:
—Recuerde lo que le estoy diciendo. No está obligado a ser fiel. Aprovéchelo. No jure para Verrick. Se convertirá en uno de sus siervos permanentes. Quizá después lo lamentará.
Benteley estaba horrorizado.
—¿Significa que tendré que hacer un juramento personal ante Verrick? ¿No podría ser un voto de posición al Gran Presentador?
—Exacto —confirmó Eleanor.
—¿Por qué?
—Las cosas no están muy claras en este momento. No puedo darle más detalles. Más tarde será nombrado conforme a las exigencias de la categoría de usted, eso queda garantizado.
Benteley apretó la cartera contra el cuerpo y dio un paso atrás. Su estrategia y sus planes habían fracasado. Nada de lo ocurrido se parecía a sus expectativas.
—Entonces, ¿me contratarán? —preguntó a punto de estallar—. ¿Me aceptan?
—Desde luego —dijo Wakeman con indiferencia—. Verrick no dejará pasar ningún 8-8. No tiene usted por qué fracasar.
Benteley se apartó desanimado. Algo no encajaba.
—Espere —dijo, confuso e indeciso—. Tengo que pensármelo. Denme tiempo para decidir.
—Tómese el tiempo que quiera —dijo Eleanor sin hacerle mucho caso.
—Gracias.
Benteley se retiró a un rincón para volver a estudiar la situación.
Eleanor deambuló por el cuarto con las manos en los bolsillos.
—¿Hay más noticias de ese individuo? —le preguntó a Wakeman.
—Hasta ahora sólo la advertencia inicial del circuito cerrado —respondió Wakeman—. Sabemos que se llama Leon Cartwright. Es miembro de no sé qué culto, una organización sectaria de chiflados. Me gustaría verle la cara.
—A mí no. —Eleanor se detuvo junto a la ventana y se quedó contemplando malhumorada las calles y las rampas—. Dentro de poco estarán gritando. Ya no puede tardar. —Se palpó las sienes con un gesto brusco—. ¡Dios mío, quizá cometí un error! Pero ya está, ya no puedo cambiar nada.
—Fue un error —admitió Wakeman—. Dentro de unos años comprenderá la importancia de ese error.
Un destello de miedo brilló en los ojos de la chica:
—Nunca dejaré a Verrick. ¡Me quedaré con él!
—¿Por qué?
—Estaré a salvo. Él me protegerá.
—Las Brigadas la protegerán.
—No quiero tener nada que ver con las Brigadas. —Los labios rojos se entreabrieron, descubriendo unos dientes blancos y regulares—. Mi familia, mi entrañable tío Peter, todos están en venta, lo mismo que las Colinas. —Señaló a Benteley—. Y él cree que aquí todo es diferente.
—No es una cuestión de dinero —replicó Wakeman—, sino de principios. Las Brigadas están por encima de los hombres.
—Las Brigadas son parte del mobiliario, como este escritorio. —Eleanor pasó unas uñas afiladas por la superficie de la mesa—. Todo puede comprarse: los muebles, el escritorio, las lámparas, los ípvics, las Brigadas... —Los ojos le brillaban de indignación—. Es un prestonita, ¿no?
—Así es.
—No me sorprende que quiera verlo cuanto antes. Yo también siento una curiosidad morbosa. Como si fuera uno de esos extraños animales de las colonias planetarias.
Benteley despertó de sus pensamientos.
—Bueno —dijo—. Estoy preparado.
—Perfecto. —Eleanor se acomodó detrás del escritorio, levantó una mano y se puso la otra sobre el pecho—. ¿Conoce el juramento? ¿Necesita ayuda?
Benteley se sabía de memoria el juramento de fidelidad, pero una duda le roía las entrañas, casi paralizándolo. Wakeman se miraba las uñas con aire de desaprobación y aburrimiento: un pequeño campo de radiación negativa. Eleanor Stevens lo observaba con avidez; toda una serie de emociones intensas y cambiantes le pasaba por la cara. Cada vez más convencido de que algo estaba mal, Benteley empezó a pronunciar el juramento de fidelidad ante el pequeño busto de plástico.
A mitad del juramento, las puertas de la oficina se abrieron y un grupo de hombres entró ruidosamente. El más alto era un hombre corpulento, pesado y ancho de hombros, con la cara gris curtida y una cabellera espesa y enmarañada de color acero. Reese Verrick, rodeado por sus colaboradores de fidelidad personal, se detuvo al ver la ceremonia junto al escritorio.
Wakeman alzó los ojos y se encontró con la mirada de Verrick. Esbozó una sonrisa y no dijo nada, pero era suficiente. Eleanor Stevens se quedó rígida como una piedra. Con las mejillas enrojecidas y el cuerpo tenso por la emoción, esperó a que Benteley terminara. Después se apresuró a sacar el busto de plástico del despacho y volvió al cabo de un momento con la mano tendida.
—Necesito su tarjeta-p, señor Benteley. Tenemos que quedárnosla.
Benteley se la entregó en silencio y la vio desaparecer una vez más.
—¿Quién es este individuo? —preguntó Verrick señalando a Benteley.
—Acaba de prestar juramento ahora mismo. Es un 8-8. —Eleanor recogió las cosas del escritorio y los amuletos oscilaron excitados entre sus pechos—. Voy a buscar mi abrigo.
—¿Un 8-8? ¿Bioquímico? —Verrick miró a Benteley con interés—. ¿Sirve para algo?
—Es muy bueno —dijo Wakeman—. Por lo que he podido sondear parece excelente.
Eleanor cerró el guardarropa de un portazo, se echó el abrigo por encima de los hombros desnudos y se llenó los bolsillos.
—Acaba de llegar de Oiseau-Lyre. —Se unió al grupo que rodeaba a Verrick—. Todavía no sabe nada.
La cara pesada de Verrick estaba marcada por el cansancio y la preocupación, pero una chispa de ironía le brilló en los ojos profundos, enclavados en unas duras órbitas sobre unos pómulos abultados.
—Las últimas migajas, por ahora. El resto será para Cartwright, el prestonita. —Se volvió hacia Benteley—. ¿Cómo se llama usted?
Benteley murmuró su nombre y Verrick le dio un apretón que le hizo crujir los huesos. Benteley alcanzó a preguntar:
—¿Adónde vamos? Yo creía que...
—A la Colina Farben.
Verrick y su grupo se dirigieron hacia la rampa de salida; todos menos Wakeman, que se quedó a esperar al nuevo Gran Presentador. Verrick le explicó a Eleanor Stevens:
—Operaremos desde allí. Desde hace un año Farben está comprometida conmigo, personalmente. Aún puedo exigirles lealtad, a pesar de todo.
—¿A pesar de qué? —preguntó Benteley, súbitamente horrorizado.
Las puertas exteriores se abrieron dejando entrar la brillante luz del sol que se derramaba sobre ellos mezclada con los ruidos de la calle. Los gritos de las máquinas de noticias le estallaron por primera vez en los oídos. Mientras bajaban hacia la pista de los transportes intercontinentales, Benteley inquirió con voz ronca:
—¿Qué ha pasado, qué ha pasado?
—Vamos, camine —gruñó Verrick—. Dentro de poco lo sabrá. No hay tiempo que perder, tenemos mucho trabajo por delante.
Benteley siguió lentamente a la comitiva; tenía en la boca el espeso sabor metálico del horror. Ahora ya lo sabía. La respuesta estaba en los gritos histéricos de las máquinas informadoras.
—¡Verrick desplazado! —gritaban las máquinas en medio de la multitud—. ¡La botella consagra número Uno a un prestonita! ¡Un salto de la botella esta mañana a las nueve y media, hora de Ratavia! ¡Verrick fueeeeeeraaaaa!
El imprevisible cambio de poder se había producido, el evento que los presagios habían vaticinado. Verrick dejaba de ser el número Uno, ya no era el Gran Presentador. Ni siquiera pertenecía al Directorio.
Y Benteley le había jurado fidelidad.
Era demasiado tarde para volver atrás. Ahora iba hacia la Colina Farben, atrapado, como todos, en el torrente de acontecimientos que se abatían sobre el sistema de los Nueve Planetas como un despiadado temporal de invierno.
DOS
Al romper el alba, Leon Cartwright conducía cautelosamente el viejo Chevrolet 82 por las calles estrechas y zigzagueantes, sujetando el volante con manos firmes, los ojos clavados en las columnas de tránsito. Llevaba, como de costumbre, un traje cruzado pasado de moda, pero impecable, un sombrero arrugado calado en la cabeza, y un reloj en el bolsillo del chaleco. Todo en él transpiraba desuso y edad. Era un hombre de unos sesenta años, esbelto, robusto, alto y estirado, con ojos azules y muñecas manchadas por dolencias hepáticas, y brazos delgados pero fuertes y nudosos. El rostro afilado tenía una expresión tranquila, casi afable. Conducía como si no confiara plenamente ni en sí mismo ni en su viejo coche.
En el asiento trasero había montones de cintas de vídeo listas para ser enviadas. El piso del coche se hundía bajo el peso de las placas magnéticas que él tenía que imprimir y despachar. Un viejo impermeable estaba apelotonado en un rincón, junto a una vieja fiambrera y unas pantuflas olvidadas. Debajo del asiento había un revólver Hopper cargado, abandonado allí años atrás.
Los edificios que desfilaban a ambos lados de Cartwright eran viejos y decrépitos, construcciones endebles y desnudas, con ventanas polvorientas y tímidos carteles de neón —reliquias del siglo anterior, igual que él y el coche—. Hombres grises, con pantalones y chaquetas de trabajo desteñidas, las manos en los bolsillos, la mirada vacía y hostil, merodeaban frente a las puertas y los muros cubiertos de graffiti. Mujeres regordetas y embutidas en amorfos abrigos negros arrastraban los carritos por tiendas oscuras repletas de productos marchitos, comida rancia para las familias que aguardaban impacientes en el aire estancado y acre de unos estrechos apartamentos que olían a orina.
«La suerte de la humanidad —pensó Cartwright— no ha cambiado mucho últimamente». El sistema de Clasificación y los complicados juegos no habían beneficiado a la mayoría. Los inks, los inclasificados, seguían existiendo.
A principios del siglo veinte, el problema de la producción había sido resuelto. Poco después apareció otra plaga: el problema del consumo. En 1950 y 1960, los bienes de consumo y los productos agrícolas comenzaron a acumularse en todo el mundo occidental. Se distribuyeron gratuitamente todos los excedentes, pero esto amenazaba con subvertir el libre mercado. En 1980 se pensó que la mejor solución era juntar todos los productos y quemarlos: cientos de miles de millones de dólares fueron destruidos semana tras semana.
Todos los sábados la gente de las ciudades se reunía en multitudes hurañas y resentidas para ver a las tropas que rociaban con gasolina los coches, las tostadoras, la ropa, las naranjas, el café y los cigarrillos que nadie adquiría y que ardían en una cegadora conflagración. En cada ciudad había una hoguera cercada, una especie de montaña de basura y cenizas donde unos preciados objetos eran destruidos sistemáticamente.
Los juegos habían mejorado un poco la situación. Si la gente no podía permitirse comprar los costosos artículos manufacturados, al menos conservaba la esperanza de ganarlos con un golpe de fortuna. Durante decenios la economía se había basado en complejos mecanismos dispensadores con los que se distribuían toneladas de mercancías sobrantes. Pero por cada hombre que ganaba un coche, una nevera o un televisor, había millones que no ganaban nada. En el decurso de los años, los premios de los juegos pasaron de ser artículos materiales a propuestas más atractivas: poder y prestigio. Y por encima de todo, estaba en juego la función más codiciada: la de Gran Presentador, el máximo dispensador de poder y, por tanto, el administrador de los Juegos.
La desintegración del sistema social y económico había sido lenta, gradual y profunda. Pero había calado tan hondo que los hombres dejaron de creer en las leyes de la Naturaleza. Nada parecía estable o fijo; el universo era un flujo incesante. Nadie sabía lo que iba a ocurrir. Nadie podía contar con nada. La predicción estadística se hizo popular...; el concepto mismo de causa y efecto desapareció. Los hombres ya no pensaron que podían controlar el entorno; todo lo que les quedaba era una secuencia de probabilidades en un universo regido por el azar.
La teoría Minimax —el juego M— era una forma de abdicación estoica, una no participación en la vana lucha de los hombres. El jugador del Minimax nunca se comprometía: no arriesgaba nada, no ganaba nada..., no se dejaba abrumar. Tenía un único objetivo: acumular oportunidades y durar más que los otros. El participante no podía hacer otra cosa que sentarse y esperar a que el juego terminara.
El Minimax, el método para sobrevivir en el gran juego de la vida, había sido inventado por Von Neumann y Morgenstern, dos matemáticos del siglo veinte; lo habían utilizado en la segunda guerra mundial, en la guerra de Corea y en la guerra última. Estrategas militares y luego financieros habían jugado con la teoría. A mediados de siglo, Von Neumann fue designado miembro de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos en reconocimiento de la importancia creciente de la teoría Minimax. Dos siglos y medio más tarde, Minimax era la base y justificación del gobierno.
Éstas eran las razones por las que Leon Cartwright, reparador electrónico y criatura humana, consciente, se había hecho prestonita.
Cartwright encendió las luces de atrás y detuvo el viejo coche junto a la acera. Delante, el edificio de los prestonitas irradiaba una suciedad blanca bajo el sol de mayo. La enclenque estructura de madera tenía tres plantas; un cartel tapaba una parte de la lavandería contigua: SOCIEDAD PRESTON. Oficina en los fondos del edificio.
Era la entrada posterior, la de la plataforma de carga. Cartwright abrió la puerta trasera del coche y depositó en la acera unas cajas repletas de folletos. La gente que pasaba no se fijaba en él. A unos pocos metros un hombre descargaba un camión de pescado. Al otro lado de la calle, un hotel imponente albergaba un grupo heterogéneo de tiendas parasitarias y establecimientos destartalados: casas de empeño, kioscos, burdeles y bares.
Sosteniendo una caja sobre las rodillas, Cartwright la llevó por la acera estrecha hasta el sombrío almacén del edificio iluminado por una sola lámpara. Por todos lados había enormes pilas de cajones y cajas atados con alambre. Encontró un espacio vacío, depositó en el suelo la pesada carga, cruzó el vestíbulo y entró en la oficina minúscula.
La oficina y la antesala parecían desiertas como de costumbre. La puerta de la calle estaba abierta. Cartwright recogió un montón de cartas, las desplegó sobre el escritorio y comenzó a abrirlas. No había nada importante: facturas de imprenta, de transporte y de alquiler, multas por retrasos en pagos de impuestos y recibos de agua y electricidad.
Abrió un sobre y encontró un billete de cinco dólares y una larga nota escrita por la mano temblorosa de una anciana. Había también otras contribuciones microscópicas. Lo sumó todo y descubrió que la Sociedad había ingresado cerca de treinta dólares.
—Se están poniendo impacientes —dijo Rita O'Neill, apareciendo de repente en el umbral, detrás de él—. Sería mejor que empezáramos.
Cartwright suspiró. Había llegado la hora. Se levantó con dificultad, vació un cenicero, enderezó una pila de maltrechos ejemplares del libro de Preston: El Disco de Fuego, y siguió de mala gana a la chica a lo largo del angosto vestíbulo. Debajo de un retrato de John Preston tiznado por las moscas, justo a la izquierda de una hilera de perchas, Cartwright dio un paso adelante y se coló por una falsa abertura en el sombrío pasaje interior que corría junto al pasillo principal.
La gente reunida en la habitación enmudeció súbitamente. Todas las miradas se volvieron hacia él; la habitación vibraba de miedo y ansiedad. Aliviados, unos pocos se acercaron a él; las conversaciones se reanudaron y se convirtieron en un confuso balbuceo. Todos intentaban llamar la atención de Cartwright. Avanzó hasta el centro de la sala, y un círculo de hombres y mujeres gesticulantes se agrupó alrededor.
—¡Por fin! —exclamó Bill Konklin, aliviado.
—Hemos esperado tanto que ya... no podíamos seguir esperando —chilló Mary Uzich.
Cartwright hurgó en sus bolsillos hasta encontrar la lista del personal. Luego se quedó mirando la desconcertante diversidad de hombres y mujeres ansiosos: obreros mexicanos, mudos y asustados, aferrados a sus trastos, una pareja de ciudadanos de expresión dura, un mecánico de motores de retropropulsión, unos artesanos de óptica japoneses, una chica de labios rojos, el dueño de una arruinada tienda de venta al por menor, un estudiante de agronomía, un farmacéutico, un cocinero, una enfermera y un carpintero.
Todos se peleaban por acercarse a él, transpiraban, lo escuchaban y observaban atentamente.
Era gente especializada en trabajos manuales, no mentales. Tenían una habilidad nacida de años de práctica y trabajo, del contacto directo con los objetos. Sabían cultivar plantas, poner cimientos, reparar cañerías, arreglar máquinas, tejer y cocinar. De acuerdo con el sistema de Clasificación, eran unos fracasados.
—Creo que estamos todos —dijo Jereti, nervioso.
Cartwright tomó aliento, murmuró una plegaria y alzó la voz para que todos lo oyeran:
—Quisiera decirles algo antes de que se marchen. La nave ya está lista, ha sido revisada por nuestros amigos del aeródromo.
—Exacto —corroboró el capitán Groves, un negro imponente, de mirada severa, y con chaqueta, guantes y botas de cuero.
Cartwright agitó un fajo de placas magnéticas.
—Bueno, eso es todo. Si alguien tiene dudas, es preferible que abandone ahora.
Hubo un momento de tensión, pero nadie dijo nada. Mary Uzich sonrió a Cartwright y luego al joven que tenía a su lado; Konklin le pasó el brazo por la cintura y la apretó con fuerza.
—Para esto hemos luchado —continuó Cartwright—. Para esto hemos empleado nuestro dinero y nuestro tiempo. Me gustaría que John Preston estuviese aquí. Se alegraría. Sabía que este momento iba a llegar. Sabía que una nave iría más allá de las colonias planetarias y de las regiones controladas por el Directorio. Estaba convencido de que los hombres buscarían nuevas fronteras... y libertad —Miró su reloj—. Adiós y buena suerte. Ya estamos en camino. No se separen de sus amuletos y dejen que Groves los guíe.
Uno a uno fueron recogiendo sus escasas pertenencias y salieron de la sala. Cartwright les estrechó la mano, prodigando palabras reconfortantes. Cuando el último hubo salido, se quedó en silencio en la sala desierta, absorto y pensativo.
—Cuánto me alegra que todo haya terminado —dijo Rita aliviada—. Temía que alguno abandonara.
—Lo desconocido es un lugar terrible, poblado de monstruos. En uno de sus libros Preston describe unas voces misteriosas. —Cartwright se sirvió una taza de café de la jarra de sílex—. Pero nosotros tenemos mucho que hacer aquí; me pregunto si no nos habrá tocado lo peor.
—La verdad es que no llego a creérmelo —dijo Rita alisándose el pelo negro con sus dedos delgados y hábiles—. Puedes cambiar el universo... No hay nada que no puedas hacer.
—Hay muchas cosas que no puedo hacer —objetó Cartwright con sequedad—. Encontraré algo que hacer en alguna parte, pero pronto me atraparán.
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo Rita horrorizada.
—Soy realista —replicó Cartwright con una voz dura, casi brutal—. Los asesinos han liquidado a todos los inks designados por la botella. ¿Cuánto piensas que tardarán en organizar la Convención del Desafío? Los mecanismos de compensación de este sistema trabajan contra nosotros. Parece que he violado las reglas del juego sólo por haber querido jugar. A partir de ahora, todo lo que me ocurra será por mi culpa.
—¿Saben algo de la nave?
—Lo dudo. Espero que no.
—Podrías al menos resistir hasta que la nave esté a salvo. No es eso...
Rita dejó de hablar, asustada.
Un ruido de motores de reacción llegó del exterior. Con un rechinar de insecto metálico una nave se posó sobre el tejado. Hubo un estampido, se oyeron voces... La trampa del techo se abrió. Rita vio una expresión de pánico en la cara de su tío, la fugaz iluminación de alguien que se da cuenta. La afabilidad habitual, marcada por el cansancio, afloró de nuevo cuando él le sonrió.
—Ya están aquí —dijo ella entonces, con un hilo de voz casi inaudible.
Las pesadas botas militares desfilaron por el pasillo. Los guardias del Directorio, con uniformes verdes, se abrieron en abanico alrededor de la sala. Detrás de ellos apareció un funcionario del Directorio, impasible y con una cartera bajo el brazo.
—¿Es usted Leon Cartwright? —preguntó el funcionario. Hojeó un cuaderno de notas y dijo—: Documentación, por favor. ¿La lleva encima?
Cartwright sacó el tubo de plástico del bolsillo interior de su abrigo, lo abrió, y desplegó sobre la mesa, una tras otra, las finas placas magnéticas:
—Partida de nacimiento. Libretas escolares. Psicoanálisis. Certificados médicos. Antecedentes penales. Permiso estatutario. Historial de fidelidad. Declaración del último juramento, y todo el resto.
Acercó los papeles al oficial empujándolos por encima de la mesa, y luego se quitó el abrigo y se arremangó la camisa.
El oficial examinó rápidamente los documentos y comparó las tablas de identificación con las marcas tatuadas en la piel del antebrazo de Cartwright.
—Más tarde examinaremos las huellas digitales y las ondas del cerebro. En realidad es una formalidad; sé que usted es Leon Cartwright. —Empujó de vuelta los papeles—. Soy el comandante Shaeffer, de las Brigadas Telepáticas del Directorio. Hay más telépatas en la zona. Esta mañana, poco después de las nueve, ha habido un cambio de poder.
—Entiendo —dijo Cartwright bajándose las mangas y poniéndose de nuevo el abrigo.
El comandante Shaeffer tocó el borde liso del permiso estatutario.
—Usted no es un clasificado, ¿verdad?
—No.
—Supongo que ha devuelto la tarjeta-p a la Colina protectora. Es el sistema habitual, ¿no?
—Es el sistema habitual —respondió Cartwright—. Pero yo no estoy comprometido con ninguna Colina. Como podrá comprobar, me dieron de alta a principios de año.
Shaeffer se encogió de hombros, resignado.
—Supongo entonces que habrá vendido la tarjeta en el mercado negro. —Cerró el cuaderno con un chasquido—. Los saltos de la botella promocionan casi siempre a gente inclasificada, que es mucho más numerosa. Pero los clasificados siempre se las arreglan para quedarse con las tarjetas-p.
Cartwright depositó su tarjeta de poder sobre la mesa:
—Aquí está la mía.
—¡Increíble! —Shaeffer se quedó atónito. Rápidamente sondeó la mente de Cartwright con una expresión de asombro y desconfianza—. ¿Usted ya lo sabía? ¿Sabía lo que iba a ocurrir?
—Sí.
—Imposible. Acaba de ocurrir. Hemos llegado inmediatamente. Ni siquiera Verrick se ha enterado. Usted es el primero en saberlo fuera de las Brigadas. —Se acercó a Cartwright—. Hay algo raro aquí. ¿Cómo ha conseguido saberlo?
—El becerro de dos cabezas —respondió Cartwright vagamente.
El oficial telépata se quedó pensando, sin dejar de explorar la mente de Cartwright. De pronto exclamó:
—Está bien, no importa. Supongo que dispone de alguna fuente de información. Podría descubrirla si la tuviera escondida en el cerebro. —Alargó una mano—. Felicidades. Si está usted de acuerdo nos apostaremos en los alrededores del edificio. Verrick será informado en pocos minutos. Tenemos que estar preparados. —Puso la tarjeta en las manos de Cartwright—. Consérvela. Es la única prueba de su nuevo nombramiento.
—Supongo —dijo Cartwright tranquilizándose— que puedo contar con usted.
Deslizó la tarjeta dentro de un bolsillo.
—Creo que sí. —Shaeffer se pasó la lengua por los labios, pensativo—. Qué raro —dijo de pronto—. Ahora usted es nuestro superior y Verrick ya no es nada. Puede que necesitemos un poco de tiempo para adaptarnos a esta nueva realidad. Algunos de los miembros más jóvenes de las Brigadas no recuerdan a otro Gran Presentador. —Volvió a encogerse de hombros—. Le sugiero que acepte nuestra protección. No podemos quedarnos aquí. En Batavia mucha gente ha jurado fidelidad personal a Verrick, no sólo a la figura del Gran Presentador. Tenemos que identificarlos a todos y eliminarlos sistemáticamente. Verrick los ha utilizado para controlar mejor las Colinas.
—No me sorprende.
—Verrick es muy astuto. —Shaeffer echó a Cartwright una mirada crítica—. Cuando era Gran Presentador fue desafiado en varias ocasiones. Siempre había algún infiltrado. Tuvimos mucho trabajo; pero supongo que estamos para eso.
—Me alegro de que haya decidido venir —admitió Cartwright—. Cuando oí los ruidos se me ocurrió que era Verrick.
—Habría sido posible, si se lo hubiéramos dicho. —Una sombra de diversión asomó a los ojos de Shaeffer—. Si no hubiese sido por los telépatas más antiguos quizá primero habríamos avisado a Verrick y no hubiéramos llegado aquí tan pronto. Pero Peter Wakeman nos recordó nuestros deberes y obligaciones.
Cartwright anotó el nombre mentalmente. Quizá algún día necesitase los servicios de Peter Wakeman.
—A medida que nos acercábamos —prosiguió Shaeffer—, nuestro primer grupo pudo captar los pensamientos de unas gentes que al parecer salían de aquí. Estaban pensando en el nombre de usted y en este lugar.
—¿Ah, sí? —dijo Cartwright, de pronto cauteloso.
—Se estaban alejando de nosotros, así que no pudimos captar mucho. Pensaban en una nave, en algo relacionado con un viaje muy largo.
—Habla usted como un adivino del Gobierno.
—Parecían todos envueltos en un halo de miedo y excitación.
—De eso no sé nada —insistió Cartwright—. No estoy al corriente. —Irónicamente añadió—: Algunos acreedores, quizá.
En el patio del edificio de la Sociedad, Rita O'Neil daba vueltas en pequeños círculos. Se sentía perdida. El gran momento había llegado y había pasado, y ahora ya era parte de la historia.
Junto al edificio de la Sociedad se alzaba la cripta diminuta y desnuda donde descansaban los restos de John Preston. Rita alcanzaba a vislumbrar el cuerpo oscuro y deforme suspendido dentro de un cubículo de plástico amarillo con manchas de moscas; las manos diminutas y deformadas por la artritis que reposaban sobre el pecho de pájaro, los ojos cerrados, las gafas eternamente superfluas. Una criatura encorvada y miope. La cripta estaba llena de polvo; había restos de basura desparramada traída por el viento. Nadie la visitaba. Era un monumento solitario y olvidado que albergaba una forma lúgubre de arcilla, abandonada e inútil.
Pero a un kilómetro de distancia la caravana de vehículos de superficie descargaba a los pasajeros en la pista. El destartalado carguero GM aguardaba en la plataforma de lanzamiento; hombres y mujeres trepaban torpemente por la estrecha rampa metálica antes de acceder al insólito mundo de la nave.
Los fanáticos estaban en camino. Se lanzaban al espacio profundo en busca del mítico décimo planeta del sistema solar, el legendario Disco de Fuego, el fabuloso mundo de John Preston, más allá del universo conocido.
TRES
La noticia se difundió antes de que Cartwright llegara al Directorio en Batavia. Estaba sentado, con los ojos clavados en la pantalla del televisor, mientras la aeronave intercontinental de alta velocidad surcaba el cielo del Pacífico Sur. Abajo se desplegaban el océano azul y unos interminables puntos negros, conglomerados de casas flotantes de metal y plástico habitadas por familias asiáticas, frágiles plataformas dispersas desde Hawaii hasta Ceilán.
La pantalla deliraba de entusiasmo, las caras aparecían y desaparecían, y las escenas se transformaban con una rapidez asombrosa. Transmitían la crónica de los diez años de Verrick: las imágenes del rostro macizo de cejas pobladas del ex Gran Presentador alternaban con los hechos más sobresalientes de los últimos años. También se decía algo de Cartwright.
Cartwright no pudo reprimir una carcajada nerviosa que sobresaltó a los telépatas. Nada se sabía de él, salvo que tenía algún vínculo con la Sociedad Preston. Las máquinas de noticias estaban transmitiendo todo lo que se conocía de la Sociedad, que no era mucho. Se retransmitían también fragmentos de la vida de John Preston que mostraban a un hombrecito endeble pasando de las Bibliotecas de Información a los Observatorios, escribiendo libros, coleccionando una infinidad de hechos, discutiendo inútilmente con los santones, perdiendo una precaria clasificación y hundiéndose hasta morir en el olvido. Se erigió la modesta cripta. Se celebró el primer encuentro de la Sociedad. Y los libros de Preston, medio delirantes, medio proféticos, empezaron a aparecer...
Cartwright esperaba que no supieran nada más. Tocó madera mentalmente y no apartó la mirada de la pantalla.
Ahora era la máxima autoridad del sistema de los Nueve Planetas. Era el Gran Presentador, protegido por una Brigada Telepática, al frente de un vasto ejército, una flota de guerra y un cuerpo de policía. Era el administrador soberano de toda la estructura de la botella, el vasto aparato clasificatorio, los juegos, las loterías y los centros de instrucción.
Al otro lado se encontraban las cinco Colinas: el poder industrial que sostenía todo el sistema social y político.
—¿Hasta dónde pretendía llegar Verrick? —le preguntó al comandante Shaeffer.
Shaeffer le escrutó la mente antes de responder.
—Oh, bastante lejos. En agosto pensaba haber eliminado el mecanismo de la botella y toda la estructura del Minimax.
—¿Dónde está ahora?
—Ha abandonado Batavia y se dirige a la Colina Farben, donde tiene más influencia. Desde allí comandará las operaciones. No nos sorprenderá desprevenidos.
—Veo que las Brigadas me serán muy útiles.
—Hasta cierto punto. Nuestro trabajo consiste en protegerlo: no hacemos ninguna otra cosa. No somos ni espías ni agentes secretos. Simplemente velamos por la vida de usted.
—¿Qué dicen las estadísticas?
—Las Brigadas se constituyeron hace ciento sesenta años. Desde entonces hemos protegido a cincuenta y nueve Grandes Presentadores. Y hemos logrado salvar a once del Desafío.
—¿Cuánto duraron los anteriores?
—Algunos, unos pocos minutos; otros, muchos años. Verrick fue uno de los que más duró, aunque en el 78 fue elegido el viejo McRae, que gobernó durante trece años. En aquella época las Brigadas interceptaron a unos trescientos desafiantes; pero sin la ayuda de McRae no lo hubiésemos conseguido. Era un viejo zorro. A veces me pregunto si no era un telépata.
—Una Brigada de telépatas para protegerme —caviló Cartwright en voz baja—, y asesinos públicos para matarme.
—Sólo un asesino a la vez. Aunque, por supuesto, también podría asesinarlo algún aficionado no designado por la Convención. Algún rencoroso. Pero eso sería raro. Además, no conseguiría nada, quedaría políticamente neutralizado, perdería la tarjeta-p y también la posibilidad de llegar a ser Gran Presentador. La botella tendría que dar otro salto. No serviría de nada.
—¿Cuánto tiempo calcula que podré aguantar en el puesto?
—Unas dos semanas.
Dos semanas, y Verrick era imparable. Las Convenciones del Desafío no serían acontecimientos esporádicos provocados por individuos aislados y sedientos de poder. Verrick se encargaría de organizarlo todo. Un mecanismo implacable lanzaría un asesino tras otro hacia Batavia hasta alcanzar el objetivo final y eliminar a Leon Cartwright.
—En la mente de usted —explicó Shaeffer— hay un curioso vórtice, una mezcla de miedo y de un síndrome muy extraño que no consigo analizar. Algo relacionado con una nave.
—¿Está usted autorizado a leer mis pensamientos siempre que lo desee?
—No puedo evitarlo. Si yo me pusiera a murmurar, usted no podría evitar oír lo que digo, ¿no? Cuando estoy con un grupo es más complicado; los pensamientos se vuelven borrosos, como en una reunión en la que todos hablan al mismo tiempo. Pero aquí estamos sólo usted y yo.
—La nave ya está en camino —dijo Cartwright.
—No conseguirá llegar muy lejos. En el primer planeta que intente abordar, Marte, Júpiter o Ganímedes...
—La nave no se detendrá. No es nuestra intención fundar otra colonia.
—Creo que confía demasiado en esa destartalada nave de carga.
—Todo lo que tenemos está a bordo.
—¿Y usted aguantará mucho tiempo?
—Eso espero.
—Yo también —dijo Shaeffer sin inmutarse—. A propósito... —señaló la isla radiante que asomaba arriba y abajo—. Un agente de Verrick estará esperándolo cuando aterricemos.
—¿Ya?
—No es un asesino. La Convención del Desafío no se ha reunido aún. Es un hombre de Verrick, un siervo personal llamado Herb Moore. No se le han detectado armas. Sólo desea hablar con usted.
—¿Cómo lo sabe?
—Desde hace unos minutos estoy en contacto con el cuartel general de las Brigadas. Información procesada que pasa de un punto a otro. Somos realmente una cadena. No tiene por qué preocuparse: al menos dos de nosotros asistiremos a la entrevista.
—¿Y si no quiero hablar con él?
—Usted decide.
Cartwright apagó la televisión cuando la nave descendía y estaba a punto de posarse sobre los ganchos magnéticos.
—¿Qué me aconseja?
—Hable con él. Escuche lo que tiene que decirle. Se hará una idea de lo que le espera.
Herbert Moore era un hombre rubio y apuesto de unos treinta años. Cuando Cartwright, Shaeffer y otros dos miembros de las Brigadas entraron en el salón principal del Directorio, se levantó ágilmente.
—Felicidades —le dijo a Shaeffer con voz jovial.
Shaeffer abrió las puertas de las oficinas privadas y se apartó para cederle el paso a Cartwright. Era la primera vez que el nuevo Gran Presentador contemplaba el legado de la botella. Se detuvo en la entrada, con el abrigo en un brazo, fascinado.
—Esto no se puede comparar con las instalaciones de la Sociedad —dijo al fin. Se desplazó lentamente y acarició la caoba pulida del escritorio—. Es extraño... Me lo había figurado de un modo muy abstracto el poder de hacer esto, hacer aquello... Todo era muy simbólico, pero viendo estos tapices y este escritorio magnífico...
—Este no es su escritorio —le dijo el comandante Shaeffer—. Es el escritorio de su secretaria. Eleanor Stevens, una ex telépata.
—¡Ah! —dijo Cartwright enrojeciendo—. ¿Y dónde está ella?
—Se marchó con Verrick. Una situación curiosa. —Shaeffer dio un portazo dejando a Herb Moore en la antesala aterciopelada—. Una novicia de las Brigadas; vino aquí cuando Verrick ya era Gran Presentador. Tenía sólo diecisiete años. Verrick fue la única persona con la que trabajó alguna vez. Al cabo de unos años cambió su juramento pasando de lo que nosotros llamamos un juramento de posición a un juramento personal. Cuando Verrick se marchó, embaló sus cosas y se fue con él.
—Por lo tanto Verrick dispone de una telépata.
—De acuerdo con la ley, ella ha perdido su supralóbulo. Es curioso encontrar una fidelidad personal tan fuerte. Por lo que sé, no han mantenido relaciones sexuales. En realidad ella ha sido la amante de Moore, el joven que está esperando afuera.
Cartwright deambuló por la lujosa oficina, examinando los archivos, los imponentes ordenadores interplanetarios, las sillas, el escritorio, y los cuadros aleatorios y móviles en las paredes.
—¿Dónde está mi oficina?
Shaeffer abrió la puerta de una patada. Él y dos hombres de las Brigadas siguieron a Cartwright a través de una serie de puestos de control y de seguridad, y al fin entraron en una lúgubre sala de rexeroide macizo.
—Es grande, pero sin pretensiones —dijo Shaeffer—. Verrick era austero. Cuando asumió el poder esto era un burdel árabe: chicas por todos lados, divanes, licores, música y color. Verrick arrasó con todo, mandó a las mujeres a un campo de trabajo en Marte, arrancó el decorado y construyó esto. —Shaeffer golpeó la pared y se oyó un ruido apagado—. Cinco metros de rexeroide. A prueba de bombas y radiaciones, impenetrable, un sistema autónomo de ventilación, control de temperatura y humedad, reserva alimenticia. —Abrió un armario—. Mire. —Era un verdadero arsenal.
»Verrick sabía manejar cualquier arma conocida. Una vez por semana íbamos a la selva a disparar contra todo lo que se nos cruzara por delante. Nadie puede entrar en esta habitación si no es por la puerta habitual. O también... —Pasó la mano por una de las paredes—. Verrick conocía todos los trucos. Él mismo proyectó y supervisó cada palmo de esta oficina. Al terminar las obras los obreros fueron enviados a los campos de trabajo, como hacían los faraones con los constructores de tumbas. Hasta las Brigadas fueron excluidas.
—¿Por qué?
—Verrick había instalado equipos, aunque no pensaba utilizarlos mientras fuera Gran Presentador. Pero los telépatas sentimos siempre curiosidad cuando alguien trata de excluirnos, de modo que sondeamos a algunos obreros antes de que partieran a Marte. —Shaeffer deslizó a un costado una parte de la pared—. Éste es el pasadizo privado de Verrick. En teoría conduce hacia fuera, pero en realidad conduce hacia dentro.
Cartwright procuró ignorar la transpiración helada que le brotaba de las manos y las axilas. Un pasadizo se abría detrás del imponente escritorio de acero; no era difícil imaginarse al asesino apareciendo por detrás del Gran Presentador.
—¿Qué me sugiere? ¿Debería clausurarlo?
—La estrategia que hemos elaborado no incluye este artilugio. Sembraremos cápsulas de gas en el suelo del pasillo y nos olvidaremos del asesino. Morirá antes de que llegue a la puerta interior. —Shaeffer se encogió de hombros—. Pero éstos son sólo detalles menores.
—De acuerdo —alcanzó a decir Cartwright—. ¿Hay algo más que debería saber?
—Escuche lo que Moore tiene que decirle. Es un bioquímico de primer orden; un genio, a su manera. Controla los laboratorios en Farben. Es la primera vez en muchos años que viene por aquí. Intentamos detectar lo que hace en Farben, pero, francamente, es demasiado técnico para nosotros.
Uno de los otros telépatas, un hombrecito atildado con bigotes, pelo liso y una copa en la mano, dijo entonces:
—Sería interesante saber hasta qué punto Moore no emplea a propósito toda esa jerga técnica para despistarnos.
—Le presento a Peter Wakeman —dijo Shaeffer.
Cartwright y Wakeman se dieron la mano. Los dedos del telépata eran delgados y frágiles; dedos esquivos que no tenían el vigor que Cartwright estaba acostumbrado a encontrar en los inclasificados. Era difícil creer que este hombre dirigiera las Brigadas y que hubiese sido capaz de arrebatárselas a Verrick en el momento crítico.
—Gracias —dijo Cartwright.
—A sus órdenes. Pero no tiene nada que ver con usted. —El telépata parecía interesado en el hombre negro y alto—. ¿Cómo se llega a ser prestonita? No he leído ninguno de los libros; son tres, ¿no?
—Cuatro.
—Preston era aquel extraño astrónomo que consiguió que los Observatorios se interesaran por su planeta, ¿verdad? Pero no encontraron nada. Preston salió a buscarlo y murió en la nave. Sí, una vez hojeé El Disco de Fuego. El que me lo prestó era un verdadero psicópata. Quise sondearlo... pero no saqué nada claro, sólo un torrente de información caótica y delirante.
—Y en mí, ¿qué ve? —preguntó Cartwright.
Hubo un momento de silencio absoluto. Los tres telépatas estaban sondeándolo, todos a la vez. Clavó los ojos en el sofisticado televisor y procuró no tenerlos en cuenta.
—Más o menos lo mismo —dijo finalmente Wakeman—. Está usted curiosamente fuera de fase en relación con esta sociedad. El juego del Minimax otorga una importancia primordial al justo Medio Aristotélico. Pero usted no piensa en otra cosa que en la nave. Cobertizo o palacio, si la nave cae, usted caerá también.
—No caerá —replicó Cartwright.
Los tres telépatas parecían divertidos.
—En un universo regido por el azar, nadie puede prever nada —dijo Shaeffer secamente—. Lo más probable es que sea destruida, aunque también podría atravesar todas las barreras.
—Una vez que hable con Moore —observó Wakeman— será interesante ver si aún piensa lo mismo.
Herb Moore se incorporó de un salto cuando Cartwright y Wakeman entraron en la sala.
—Siéntese —dijo Cartwright—. Hablaremos aquí.
Moore siguió de pie, inquieto.
—No le robaré demasiado tiempo, señor Cartwright. Sé que tiene mucho trabajo.
Wakeman gruñó con acritud.
—¿Qué quiere? —preguntó Cartwright.
—Vayamos al grano —dijo Moore—. Usted está dentro, Verrick está fuera. Usted es el jefe supremo del sistema, ¿no es cierto?
—La estrategia de Verrick —dijo Wakeman, pensativo— consiste en tratar de que usted se sienta un aficionado. Lo hemos sondeado. Quiere hacerle creer que usted es una especie de subalterno, ocupando el lugar del jefe mientras éste despacha un asunto de suma importancia.
Moore empezó a caminar de un lado a otro, rojo de excitación, gesticulando sin parar, animado por el torrente de palabras que le brotaban de la boca.
—Reese Verrick fue Gran Presentador durante diez años. Lo desafiaron todos los días, pero supo afrontar cada desafío. Verrick es esencialmente un líder experto. Llevó adelante este trabajo con más conocimientos y habilidad que todos los otros Grandes Presentadores juntos.
—Excepto McRae —señaló Shaeffer entrando en la sala—. No nos olvidemos del bueno de McRae.
Cartwright sintió un nudo en el estómago. Se dejó caer en uno de los mullidos sillones y se echó hacia atrás. El sillón se acomodó al peso y a la postura de Cartwright. La discusión prosiguió sin él; el frenético intercambio de palabras entre los dos telépatas y el locuaz enviado de Verrick le parecía tan remoto como un sueño. Intentó concentrarse en la conversación, aunque no hablaban de él.
En muchos sentidos Herb Moore tenía razón. Cartwright se había equivocado y se había metido en el lugar, los problemas y el cargo de algún otro. Se preguntó vagamente dónde podía estar la nave. Si todo iba bien, muy pronto alcanzaría la órbita de Marte y el cinturón de asteroides. ¿Habrían dejado atrás las aduanas? Miró su reloj. En ese preciso instante la nave estaría acelerando.
La voz aguda de Moore lo devolvió a la realidad.
—Como quieran —estaba diciendo—. El ípvic ha difundido la noticia. La Convención se celebrará en la Colina Westinghouse, donde abundan los hoteles.
—Claro —dijo Wakeman con sequedad—. Es el lugar de encuentro de los asesinos. Habitaciones baratas.
Wakeman y Moore discutían sobre la Convención del Desafío.
Cartwright se incorporó débilmente:
—Quiero hablar con Moore. Ustedes dos retírense.
Los telépatas, Shaeffer y Wakeman, deliberaron un momento en voz baja y fueron hacia la puerta.
—Tenga cuidado —le advirtió Wakeman—. Hoy ha tenido demasiadas emociones. El índice talámico de usted es muy elevado.
Cartwright cerró la puerta detrás de ellos y se volvió hacia Moore.
—Bien, arreglemos esto de una vez por todas.
Moore sonrió confiado.
—A sus órdenes, señor Cartwright. Usted es el jefe.
—No soy el jefe.
—Es cierto. Algunos de nosotros seguimos fieles a Verrick, no lo hemos abandonado.
—Parece que piensa muy bien de Verrick.
La expresión de Moore mostró que así era.
—Reese Verrick es un gran hombre, señor Cartwright. Ha hecho cosas muy importantes. Ha trabajado en una escala muy vasta. —La cara se le iluminó—. Es un hombre completamente racional.
—¿Y qué pretende usted? ¿Que le devuelva el cargo? —Cartwright oyó que la emoción le quebraba la voz—. No renunciaré. No me importa que parezca irracional. Estoy aquí y aquí me quedaré. ¡No conseguirá intimidarme! ¡No se reirá de mí!
La voz retumbó: estaba gritando. Trató de calmarse. Herb Moore seguía sonriendo, encerrado en su propia calma.
Es suficientemente joven como para ser mi hijo, pensó Cartwright. No parece tener más de treinta años, y yo tengo sesenta y tres. Es sólo un niño, un niño prodigio. Cartwright procuraba que no le temblaran las manos. Estaba angustiado y muy nervioso. Apenas podía hablar. Tenía miedo.
—No podrá afrontarlo —dijo Moore con calma—. No está preparado. ¿Quién es usted? He consultado los archivos. Nació el 5 de octubre de 2140, cerca de la Colina Imperial, donde ha pasado toda su vida. Es la primera vez que visita este hemisferio, nunca ha estado en ningún otro planeta. Ha cursado diez años de estudios nominales en el departamento de caridad de la Colina Imperial. Nunca se distinguió en nada. Después de los estudios secundarios abandonó los cursos de simbología y se dedicó a las materias prácticas y manuales como la reparación electrónica y la soldadura. Durante un tiempo se interesó también por la imprenta. Cuando dejó la escuela trabajó como mecánico en una fábrica de torretas giratorias. Proyectó algunas mejoras en los tableros de señalización, pero el Directorio las rechazó alegando que eran insignificantes.
—Esas mejoras —dijo Cartwright con dificultad— fueron incorporadas en la botella un año después.
—Desde entonces fue un resentido. Trabajó para la botella en Ginebra y pudo ver la aplicación práctica de sus propios proyectos. Intentó varias veces obtener una clasificación, pero no tenía conocimientos teóricos. A los cuarenta y nueve años se dio por vencido. Al año siguiente se unió a esa pandilla de chiflados, la Sociedad Preston. Asistía a las reuniones desde hacía seis años.
»Por aquella época había pocos miembros, de modo que acabaron eligiéndolo presidente. Invirtió tiempo y dinero al servicio de aquella locura, que acabó convirtiéndose en una obsesión, en una manía. —Moore sonrió, feliz, como si estuviese a punto de descifrar una compleja ecuación—. Y ahora se ha convertido en el Gran Presentador, gobierna sobre toda una raza, miles de millones de personas e infinitas cantidades de material, en la que quizá sea la única civilización en el universo. ¡Y para usted es sólo una forma de favorecer a esa Sociedad!
Cartwright carraspeó, pero no dijo nada.
—¿Qué piensa hacer? —continuó Moore—. ¿Imprimir tres mil millones de ejemplares de folletos prestonitas? ¿Distribuir inmensos retratos tridimensionales de Preston por todo el sistema? ¿Erigirle estatuas, consagrarle vastos museos que exhiban su ropa, su dentadura postiza, sus zapatos, sus uñas y sus botones? Ya tiene un monumento, en las barriadas imperiales, esa construcción destartalada de madera donde los huesos del santo están expuestos para quien quiera verlos o tocarlos.
»¿Es eso lo que proyecta crear? —insistió Moore—. ¿Una nueva religión, un nuevo dios? ¿Piensa mandar una armada en busca del planeta místico? —Moore vio que Cartwright palidecía, pero continuó imperturbable—. ¿Vamos a perder el tiempo rastreando el espacio y buscando ese Disco de Fuego o como quiera que se llame? ¿Se acuerda de Robin Pitt, el trigésimo cuarto Gran Presentador? Tenía diecinueve años. Un homosexual, un psicótico. Se había pasado la vida bajo las faldas de la madre y una hermana. Leía libros viejos, pintaba, escribía monólogos interiores de tipo psiquiátrico.
—Poesía.
—Duró una semana, gracias a Dios. El Desafío lo eliminó. Deambulaba por la selva detrás de estos edificios recogiendo flores silvestres y escribiendo sonetos. Usted habrá leído sobre estas cosas; quizá las haya conocido: es bastante viejo.
—Tenía trece años cuando lo asesinaron.
—¿Recuerda los planes de Pitt para la humanidad? Piense un momento. ¿Por qué nació el Desafío? El sistema de la botella nos protege a todos; nos promociona y nos destituye al azar, elige individuos a intervalos irregulares. Nadie puede acceder al poder y mantenerse en él; nadie sabe dónde estará dentro de un año o de una semana. Nadie puede conspirar y convertirse en un dictador: todo obedece a los movimientos imprevisibles de las partículas subatómicas. El Desafío nos protege también de los ineptos, los idiotas y los locos. Nuestra seguridad es total: ni déspotas ni chiflados.
—Yo no soy un chiflado —murmuró Cartwright roncamente, sorprendido. Había hablado con una voz débil y sin convicción. La sonrisa de Moore se hizo más amplia: él no tenía ninguna duda—. Tendré que adaptarme —concluyó Cartwright débilmente—. Necesito tiempo.
—¿Cree que lo logrará? —preguntó Moore.
—¡Sí! ¡Por supuesto!
—Yo no. Le quedan unas veinticuatro horas, el tiempo que se necesita para convocar una Convención del Desafío y escoger el primer candidato. Sospecho que habrá un montón de candidatos.
Cartwright se sobresaltó.
—¿Por qué?
—Verrick ha ofrecido un millón de dólares en oro a quien dé con usted. El plazo de la recompensa es ilimitado, hasta que usted esté muerto.
Cartwright oyó las palabras, pero no las registró. Observó confusamente que Wakeman había entrado en la sala y se acercaba a Moore. Los dos hombres se retiraron hablando en voz baja.
La frase «un millón de dólares en oro» se le infiltró en los recovecos del cerebro como una pesadilla helada. Habría muchos candidatos. Con esa suma un inclasificado podría comprar cualquier tipo de clasificación en el mercado negro. Las mentes más brillantes del sistema se jugarían la vida por algo así, en una sociedad que era un juego permanente, una inmensa lotería.
Wakeman se volvió hacia él meneando la cabeza.
—¡Qué mente más alterada! No llegamos a captar todas esas locuras. Algo acerca de cuerpos, bombas, asesinos y azares. Ya se ha ido. Le hemos pedido que se fuera.
—Lo que ha dicho es cierto —exclamó Cartwright jadeando—. Tiene razón. Este lugar no me corresponde. Éste no es mi sitio.
—La estrategia de Verrick consiste precisamente en que usted piense así.
—¡Pero es la verdad!
—Lo sé —asintió Wakeman con reticencia—. Por eso es una estrategia adecuada. Nosotros también tenemos una buena estrategia, me parece. Se lo diremos cuando llegue el momento. —De pronto agarró enérgicamente a Cartwright por el hombro—. Siéntese y no se preocupe. Voy a servirle un trago. Verrick dejó dos cajas de un whisky de muy buena calidad.
Cartwright meneó la cabeza en silencio.
—Haga lo que quiera.
Wakeman sacó un pañuelo y se secó la frente. Le temblaban las manos.
—Me serviré un trago, si no le importa. Después de haber sondeado ese torrente de energía patológica, puedo servirme un trago, me parece.
CUATRO
Apoyado contra la puerta de la cocina, Ted Benteley husmeaba el aroma de la comida caliente. La casa de los Davis era agradable y luminosa. Al Davis, descalzo, estaba cómodamente sentado frente al televisor de la sala, mirando con toda seriedad los anuncios. Laura, su mujer, morena y hermosa, estaba preparando la cena.
—Si esto es protina —dijo Benteley—, te felicito. Es la mejor adulteración que he olido nunca.
—En esta casa nunca comemos protina —respondió Laura vivamente—. La probamos el primer año de casados. No importa cómo la prepares, siempre se le nota el sabor. La comida natural es carísima, pero vale la pena. La protina es para los inks.
—Si no hubiese sido por la protina —dijo Al desde el salón—, en el siglo veinte los inks se habrían muerto de hambre. Estás mal informada, como siempre. ¿Me dejas explicarlo mejor?
—Te escuchamos —dijo Laura.
—La protina no es un alga natural. Es un transgénico nacido de los depósitos de cultivo de Medio Oriente. Poco a poco se ha ido extendiendo a otras variedades de agua dulce.
—Eso ya lo sabía. Cada vez que voy al baño por las mañanas me encuentro con esa porquería en el lavabo, en la bañera y hasta en el inodoro...
—También crece en los Grandes Lagos —apuntó Al.
—En todo caso, esta noche nada de protina —le dijo Laura a Ted—. Vamos a comer un auténtico rosbif, con patatas, guisantes y pan de verdad.
—Vosotros dos estáis viviendo mejor ahora que la última vez que nos vimos —dijo Benteley—. ¿Qué ha pasado?
Una compleja mirada atravesó la delicada cara de Laura.
—¿No te has enterado? Al se saltó una clase completa. Ha ganado en el juego del Gobierno. Estudiábamos juntos todas las noches cuando Al regresaba del trabajo.
—Nunca oí de nadie que ganara en los juegos. ¿Lo anunciaron en la tele?
—¡Desde luego! —Laura torció la boca en una mueca de disgusto—. El espantoso Sam Oster lo comentó durante todo el programa. Lo conoces, ¿no? Es ese demagogo que tiene tantos seguidores entre los inks.
—Confieso que no lo conozco —dijo Benteley.
En la pantalla, los fulgurantes anuncios publicitarios iban y venían como un fuego líquido. Aparecían, un instante, y desaparecían. La publicidad era la forma más elevada de arte, obra de los talentos más creativos y refinados. Combinaba color, equilibrio, ritmo y una inquieta vitalidad, y las vibraciones llegaban hasta el confortable salón de los Davis. De los altavoces que colgaban de las paredes brotaban azarosas combinaciones de sonidos.
—La Convención —dijo Davis mostrando la pantalla—. Están buscando candidatos y ofrecen un montón de dinero.
Un torbellino de luz espumosa y colores inundó la pantalla: el símbolo de la Convención del Desafío. La masa encrespada se fragmentó, se detuvo un momento, y enseguida volvió a ordenarse en nuevas combinaciones. Una serie de esferas particularmente frenéticas cruzaron la pantalla danzando, acompañadas por una música ensordecedora.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Benteley.
—Si quieres puedo sintonizar el canal uno y lo sabrás enseguida.
Laura entró a preparar la mesa con cubiertos de plata y platos de porcelana.
—¡No, por favor! El canal uno no. Todos los inks lo miran. Por eso pusieron este canal para nosotros y les dejaron el otro que es más literal.
—Te equivocas, cariño —le dijo Al seriamente—. El canal uno es el de las noticias y la información técnica. El dos es para el entretenimiento. Yo prefiero éste, sin embargo...
Sacudió una mano. El remolino de colores y sonidos desapareció de repente, reemplazado por el rostro sereno del periodista de Westinghouse.
—Es el mismo programa.
Laura preparó la mesa y regresó a la cocina. El salón era acogedor y cómodo. Debajo de la casa, al otro lado de una pared transparente, se extendía la ciudad de Berlín, apiñada alrededor del cono de la Colina Farben, que se recortaba oscuramente contra el cielo de la noche. Unos destellos de luz fría surcaban a veces la oscuridad: coches de superficie que danzaban como chispas amarillas en las heladas sombras nocturnas y desaparecían por el vasto cono como mariposas nocturnas en la chimenea de una lámpara cósmica.
—¿Desde cuándo estás comprometido con Verrick? —le preguntó Benteley a Al Davis.
Al se apartó de la pantalla del televisor; ahora estaba mostrando los nuevos experimentos con los reactores C-plus.
—¿Cómo dices? Creo que tres o cuatro años.
—¿Estás satisfecho?
—Por supuesto, ¿por qué no? —Al señaló el agradable salón amueblado—. ¿Quién no lo estaría?
—No estoy hablando de eso. Yo tenía lo mismo en Oiseau-Lyre; la mayoría de los clasificados tienen estas comodidades. Me refiero a Verrick.
Al Davis parecía no entenderlo.
—¿Verrick? Nunca lo he visto. Ha estado siempre en Batavia, hasta hoy.
—¿Sabes que he jurado para él?
—Me lo comentaste esta tarde —Miró a Benteley con una sonrisa radiante, despreocupada—. Espero que vengas a vivir aquí.
—¿Por qué?
Davis se sorprendió.
—Pues... porque así nos veríamos más a menudo contigo y con Julie.
—Julie y yo estamos separados desde hace más de seis meses. Lo nuestro se acabó. Ahora ella está en Júpiter como funcionaria de un campo de trabajo.
—No lo sabía. Hace un par de años que no nos vemos. Casi me muero cuando vi tu cara en el ípvic.
—Vine con Verrick y la gente que trabaja para él. —La ironía endureció la voz de Benteley—. Cuando me despidieron de Oiseau-Lyre fui a Batavia. Quería dejar el sistema de las Colinas de una vez por todas. Fui directamente a ver a Verrick.
—Lo mejor que pudiste hacer.
—¡Verrick me engañó! Ya no pertenecía al Directorio. Yo conocía a alguien que estaba negociando con las Colinas, alguien de mucho dinero. Pero no quise participar, y ahora mira dónde estoy. —Benteley parecía más resentido que nunca—. Quería alejarme, y me he hundido en el barro, el último lugar de la Tierra donde querría estar.
La indignación alteró la expresión tolerante de Davis:
—Las mejores personas que conozco son siervos de Verrick. Y no les importa cómo ganan el dinero.
—¿Pretendes descalificar a Verrick porque ha triunfado? Ha hecho que esta Colina funcione. No puedes culparlo si es mejor que los otros. Es cosa de la evolución y de la selección natural. Los que no pueden sobrevivir se quedan en el camino.
—Verrick eliminó nuestros laboratorios.
—¿Nuestros laboratorios? No olvides que ahora estás con Verrick. —Davis parecía furioso—. ¡Cuidado con lo que dices! Verrick es tu protector y tú estás aquí...
—Vamos, chicos, a comer —exclamó Laura; las proezas domésticas le habían encendido la cara—. La cena está servida. Al, lávate las manos y ponte los zapatos.
—Enseguida, cariño —dijo Davis obedientemente, incorporándose.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Benteley.
—Búscate una silla y siéntate. Tenemos verdadero café. Te gustaba con crema, ¿verdad? No lo recuerdo.
—Sí, gracias —dijo Benteley.
Acercó una silla y se sentó con aire taciturno.
—No estés tan triste —dijo Laura—. Mira lo que vas a comer. ¿Ya no vives con Julie? Apuesto a que almuerzas fuera de casa, en esos restaurantes donde sirven esa asquerosa protina.
Benteley jugueteaba con el cuchillo y el tenedor.
—Estáis muy bien aquí. La última vez que nos vimos vivíais en un dormitorio de la Colina. Pero en aquella época aún no estabais casados.
—¿Recuerdas cuando tú y yo vivíamos juntos? —preguntó Laura cortando los hilos del rosbif—. No duró más de un mes, me parece.
—Poco menos de un mes —precisó Benteley, recordando. El aroma de la comida, la sala reluciente y la hermosa mujer que tenía delante terminaron por tranquilizarlo—. Eso fue cuando estabas bajo juramento en Oiseau-Lyre, antes de que perdieras tu clasificación.
Al reapareció, se sentó, desplegó su servilleta y se frotó las manos, satisfecho.
—¡Qué bien huele! Empecemos, estoy muerto de hambre.
Durante la cena el televisor siguió murmurando y derramando su titilante luminosidad por todo el salón.
Benteley lo escuchaba a ratos, atento a medias a lo que Laura y Al estaban diciendo.
—... el Gran Presentador Cartwright ha anunciado la destitución de doscientos empleados del Directorio —dijo el hombre de las noticias—. La razón invocada es RDS.
—Riesgo de seguridad —murmuró Laura bebiendo a sorbos su café—. Siempre dicen lo mismo.
El locutor continuó:
—... os planes de la Convención se aceleran. Cientos de miles de candidaturas están inundando el Consejo Directivo, reunido en la Colina Westinghouse. Reese Verrick, el anterior Gran Presentador, ha aceptado supervisar los múltiples detalles técnicos de lo que se anuncia como el acontecimiento más emocionante y espectacular de la década...
—Está claro —dijo Al—. Verrick controla la Colina. Hará que marquen el paso.
—¿El viejo Waring sigue presidiendo el Consejo? —preguntó Laura—. Tiene cien años por lo menos.
—Aún sigue en la Junta. No dimitirá hasta que se muera. Es un viejo fósil. Tendría que dejar sitio a los más jóvenes.
—Pero nadie tiene su experiencia —dijo Laura—. Es una garantía moral. Recuerdo que cuando era niña habían echado al Gran Presentador de entonces, aquel chistoso tartamudo, y de pronto apareció ese joven tan apuesto, ese asesino tan moreno y que fue un fantástico Gran Presentador. Y el viejo juez Waring presidió la Convención como Jehová en los antiguos mitos cristianos.
—Tiene barba —dijo Benteley.
—Una larga barba blanca.
La imagen del locutor desapareció dando paso a un plano panorámico del inmenso auditorio donde se celebraría la Convención. Las sillas y la plataforma para el Consejo estaban ya instaladas. Los obreros iban y venían; ruidos de una furiosa actividad y gritos de mando retumbaban y resonaban en el auditorio.
—¿Te das cuenta? —dijo Laura—. Todo ese ajetreo mientras nosotros estamos sentados aquí, cenando tranquilamente.
—Parece tan lejano... —dijo Al con indiferencia.
—... la oferta de un millón de dólares en oro ha galvanizado la Convención. Las estadísticas pronostican un récord de candidaturas, que aún siguen llegando. Todos quieren probar suerte con la apuesta más osada del sistema, la que supone el mayor riesgo y el premio más alto. Esta noche, los ojos de seis mil millones de personas, en nueve planetas, apuntarán hacia la Colina Westinghouse. ¿Quién será el primer asesino? ¿Quién de todos esos magníficos candidatos, representantes de todas las clases y Colinas, intentará ganar ese millón de dólares en oro y el aplauso y la ovación de todo el sistema?
—¿Y tú? —preguntó Laura de pronto—. ¿Por qué no te presentas? Estás libre en este momento.
—No es mi estilo —respondió Benteley.
Laura se echó a reír.
—¡Pues cambia de estilo! Al, ¿dónde has metido el video de los grandes asesinos del pasado? Cómo vivían y todo lo demás. Muéstraselo a Ted.
—Lo he visto —dijo Benteley con sequedad.
—Cuando eras pequeño, ¿acaso no soñabas con llegar a ser un asesino? —La nostalgia empañó los ojos marrones de Laura—. Recuerdo que detestaba ser niña porque nunca podría convertirme en un asesino. Compré montones de amuletos, pero no consiguieron cambiarme.
Al Davis apartó el plato vacío con un eructo de hombre satisfecho.
—¿Os molesta que me desabroche el cinturón?
—Claro que no —dijo Laura.
Al se desabrochó el cinturón.
—La comida estaba deliciosa, cariño. Me gustaría comer así todos los días.
—Casi siempre comemos así. —Laura terminó su café y se pasó la servilleta por los labios—. ¿Quieres más café, Ted?
—... los expertos estiman que el primer asesino tendrá un setenta por ciento de probabilidades. Si elimina al Gran Presentador Cartwright, ganará el millón de dólares ofrecido por Reese Verrick, el anterior Gran Presentador, destituido hace menos de veinticuatro horas por un salto fortuito de la botella. Si fallara, las apuestas serían de sesenta contra cuarenta por el segundo. Según estas previsiones, Cartwright controlará mejor el ejército y las Brigadas Telepáticas a partir del tercer día. Para el asesino la rapidez contará más que el estilo, sobre todo en la fase inicial. En la última vuelta la situación será tensa, puesto que...
—Ya hay un montón de apuestas privadas —dijo Laura reclinándose hacia atrás con un cigarrillo en la mano y sonriéndole a Benteley—. Estoy contenta de que hayas venido. ¿Piensas trasladar tus cosas a Farben? Podrías vivir aquí con nosotros un tiempo, hasta que encuentres un lugar decente.
—Los inks están ocupándolo todo —observó Al.
—Sí, están por todas partes —asintió Laura—. ¿Te acuerdas de aquella zona tan bonita de edificios verdes y rosados detrás de los laboratorios de síntesis? Pues ahora está llena de inks, toda estropeada y sucia y maloliente. Es una vergüenza. No entiendo por qué no los mandan a los campos de trabajo. Allí tendrían que estar y no aquí paseándose como holgazanes.
—Tengo sueño —dijo Al bostezando. Sacó un dátil del cuenco—. Un dátil. ¿Qué diablos es un dátil?... Demasiado dulce. ¿De qué planeta viene? Parece una de esas frutas pulposas de Venus.
—Viene de Asia Menor —dijo Laura.
—¿De la Tierra? ¿Quién la mutó?
—Nadie. Es una fruta natural. De una palmera.
Al movió la cabeza maravillado:
—La infinita diversidad de la creación divina.
—¡Al! —exclamó Laura atónita—. ¡Si te oyeran en el trabajo!
—¿Y qué? —dijo Al desperezándose—. Me da igual.
—Podrían creer que eres cristiano.
Benteley se levantó lentamente.
—Laura, tengo que irme.
Al se incorporó y preguntó sorprendido:
—Pero, ¿por qué?
—Debo recoger mis cosas en Oiseau-Lyre.
Al le dio una palmada amistosa en la espalda.
—Farben se encargará. Recuerda que ahora eres uno de los siervos de Verrick. Llama al servicio de transporte de la Colina. Es gratis.
—Prefiero hacerlo yo mismo —dijo Benteley.
—¿Por qué? —preguntó Laura con extrañeza.
—Se romperán menos cosas —respondió Benteley evasivo—. Alquilaré un taxi y lo haré aprovechando el fin de semana. No creo que me necesite antes del lunes.
—No sé... —dijo Al dubitativo—. Será mejor que traigas tus cosas enseguida. Cuando Verrick necesita a alguien con urgencia, hay que presentarse de inmediato...
—¡Al diablo con Verrick! —exclamó Benteley—. Me tomaré mi tiempo.
Se alejó de la mesa. Las caras incrédulas y estupefactas de sus amigos danzaban alrededor. Tenía el estómago lleno de comida caliente y bien preparada, pero la cabeza vacía y débil, como una corteza ácida que cubría... ¿qué? No podía saberlo.
—No debes hablar así —dijo Al.
—Digo lo que pienso.
—¿Sabes una cosa? —preguntó Al—. Yo diría que te falta realismo.
—Quizá tengas razón. —Benteley recogió el abrigo—. Gracias por la cena, Laura. Ha sido estupenda.
—No pareces muy convencido.
—No lo estoy —respondió Benteley—. Tenéis un apartamento muy bonito, con todas las comodidades. Espero que seáis muy felices. Y que sigáis disfrutando de tu comida, a pesar de lo que he dicho.
—Lo haremos —dijo Laura.
—... ya son más de diez mil, llegados de todos los rincones de la Tierra. El juez Waring ha anunciado que el primer asesino sería designado en la primera sesión...
—¡Esta misma noche! —exclamó Al con un silbido de admiración—. Verrick no pierde un minuto. Tienes que admitirlo, Ted; se está moviendo.
Benteley se inclinó y apagó el televisor. La rápida sucesión de imágenes y sonido desapareció bruscamente y Benteley se puso de pie.
—¿Os importa? —preguntó.
—¿Qué ha pasado? —balbuceó Laura—. El televisor se ha apagado.
—He sido yo. Estoy harto de ese maldito asunto. Estoy harto de la Convención y todo eso.
Hubo un silencio tenso y raro.
Al esbozó una sonrisita:
—¿Por qué no te tomas un trago antes de irte? Te tranquilizará.
—Estoy muy tranquilo —dijo Benteley.
Se detuvo frente a la pared transparente, de espaldas a Laura y Al, y contempló con aire sombrío el cielo de la noche y la interminable procesión de luces alrededor de la Colina Farben. Tenía en la mente un torbellino fantasmagórico de imágenes y formas. Podía apagar el televisor y volver opaca la pared, pero no podía detener aquella frenética corriente de pensamientos.
—Bueno —dijo Laura sin dirigirse a nadie en particular—. Entonces no veremos la Convención.
—Podrás ver el resumen en video el resto de tu vida —dijo alegremente Al.
—¡Pero me interesa verla ahora!
—Durará un buen rato —dijo Al tratando de arreglar las cosas—. Todavía están ensayando.
Laura refunfuñó y empujó la mesa rodante hacia la cocina. Se oyó un estruendo de platos.
—Está furiosa —observó Al.
—Es culpa mía —dijo Benteley sin convicción.
—Se le pasará. Ya sabes cómo es. Si quieres puedes contarme lo que te preocupa. Soy todo oídos.
¿Y qué le cuento ahora?, se preguntó Benteley resignado.
—Fui a Batavia esperando encontrar algo diferente —dijo—. No esta lucha por el poder, donde todos se pisotean unos a otros para luego pasar por encima de los cadáveres. Y ahora estoy aquí, delante de este aparato que aúlla sin parar. —Señaló el televisor—. Esos anuncios me recuerdan a esos bicharracos viscosos y repelentes que viven en las cloacas.
Al Davis alzó solemnemente un dedo rechoncho.
—Reese Verrick volverá a ser Gran Presentador en menos de una semana. Tiene suficiente dinero para elegir al asesino. Le exigirá un juramento de fidelidad. Y cuando el asesino haya eliminado al tipo ese, a Cartwright, entonces el puesto vuelve a Verrick. Eres demasiado impaciente, eso es todo. Espera una semana y el mundo será como antes, o quizá mejor.
Laura reapareció en la puerta. Ya no parecía enojada, pero tenía en la cara una desagradable expresión de ansiedad.
—Al, por favor, ¿podemos poner de nuevo la Convención? He oído en la tele de los vecinos que están eligiendo al asesino ¡en este momento!
—Ya la enciendo yo —dijo Benteley cansado—. De todos modos, me voy.
Se inclinó y apretó el botón. El tubo se calentó rápidamente y mientras Benteley iba hacia la puerta, oyó detrás de él unos gritos frenéticos. El clamor metálico de miles de gargantas lo acompañó rodando hasta la oscuridad glacial de la noche.
—¡El asesino! —aullaba el televisor, mientras Benteley bajaba por el oscuro sendero, con las manos en los bolsillos—. Ahora mismo están extrayendo el nombre... Lo tendré para ustedes dentro de unos pocos segundos .—Los gritos de entusiasmo aumentaron en un orgiástico crescendo y por un momento cubrieron la voz del locutor—. ¡Pellig! —La voz subió filtrándose a través del tumulto—. ¡Por aclamación popular... y según los deseos de todo un planeta... el primer asesino es... Keith Pellig!
CINCO
La espiral de metal barnizado, fría y gris, se deslizó en silencio frente a Ted Benteley. Las compuertas se abrieron y una figura esbelta avanzó en la penumbra glacial de la noche.
—¿Quién es? —preguntó Benteley.
El viento golpeaba el follaje húmedo contra la casa de los Davis. El cielo parecía helado. A lo lejos se oía un murmullo de ecos, y las fábricas de la Colina Farben resonaban en la oscuridad.
—¿Dónde diablos se había metido? —dijo una ansiosa voz de contralto—. Verrick mandó que lo buscaran hace ya una hora.
—Estaba aquí —respondió Benteley.
De pronto Eleanor Stevens emergió de las sombras.
—Tenía que haberse mantenido en contacto después del aterrizaje. Verrick se ha puesto furioso. —La mujer miró nerviosamente alrededor—. ¿Dónde está Al Davis? ¿Dentro de la casa?
—Por supuesto —dijo Benteley irritándose—. ¿Qué significa este alboroto?
—Tranquilo. —La voz de Eleanor Stevens parecía tan lejana como las estrellas heladas que refulgían en el cielo—. Entre y traiga a Davis y a su mujer. Los esperaré en el coche.
Al Davis se quedó boquiabierto cuando Benteley abrió la puerta y entró en la cálida luz amarilla de la sala.
—Nos está buscando —le dijo Benteley—. A Laura también.
Laura estaba sentada en el borde de la cama quitándose las sandalias. Cuando Al entró en la alcoba, se alisó los pliegues del pantalón con un movimiento rápido, alrededor de los tobillos.
—Ven aquí, querida —dijo él.
Laura se sobresaltó:
—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?
Los tres salieron hacia la oscuridad glacial de la noche, con abrigos pesados y botas de trabajo. Eleanor puso en marcha el motor del vehículo, que ronroneó y se sacudió hacia delante.
—Subid —murmuró Al, ayudando a Laura a sentarse en la penumbra entintada—. ¿Y si encendiera una luz?
—No necesitan una luz para sentarse —respondió Eleanor.
Las compuertas se cerraron. El vehículo se deslizó por el camino y enseguida aceleró. Unas casas y árboles oscuros pasaron como relámpagos. De pronto se oyó un zumbido espeluznante y el vehículo se elevó sobre el pavimento. Durante un rato voló a ras de suelo, después se arqueó por encima de los cables de alta tensión y ganó altura sobrevolando una vasta extensión de calles y edificios, los núcleos parasitarios apiñados en torno a la Colina Farben.
—¿Adónde vamos? —preguntó Benteley. El coche se estremeció cuando los rayos magnéticos lo aferraron y lo hicieron descender hacia los edificios que parpadeaban abajo—. Tenemos derecho a saberlo.
—Vamos a una fiesta —dijo Eleanor con una sonrisa que apenas le movió los delgados labios carmesíes.
El coche entró en un habitáculo cóncavo y se inmovilizó delante de un disco magnético. Con un rápido movimiento, Eleanor apagó el contacto y abrió las compuertas.
—Bajen —dijo—. Hemos llegado.
Los pasos retumbaron en el pasillo desierto. Eleanor los conducía de una planta a otra. De vez en cuando se cruzaban con algunos guardias uniformados, de caras rechonchas, somnolientas e impasibles, que sujetaban flojamente unos rifles pesados.
Eleanor abrió una puerta hermética y les indicó que entrasen. Cruzaron la puerta, titubeando, envueltos en una ola de aire perfumado.
Reese Verrick estaba sentado de espaldas, moviendo con una rabia contenida algo que tenía entre las manos.
—¿Cómo diablos funciona esta porquería? —bramó. Se oyó un ruido seco de metal quebrado—. ¡Dios! Creo que lo he roto.
—Déjeme a mí —dijo Herb Moore, hundido en un sillón—. Qué manos tan torpes tiene.
—No hace falta que lo diga —masculló Verrick.
Dio media vuelta, inclinado hacia delante como un oso de cejas pobladas y prominentes con un aire de beligerancia y una mirada penetrante que intimidó a los tres recién llegados. Eleanor Stevens se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de un lujoso sofá.
—Ya están aquí —dijo hablándole a Verrick—. Estaban juntos, divirtiéndose.
Eleanor avanzó unos pasos y se detuvo frente a la chimenea para calentarse los pechos y los hombros desnudos. Al resplandor de las llamas la piel parecía más roja y brillante.
—Procure estar siempre localizable —dijo Verrick dirigiéndose a Benteley, sin ceremonias y mordiendo desdeñosamente las palabras—. Ya no tengo telépatas que me localicen a la gente y me cuesta encontrarlos. —Indicó con un pulgar a Eleanor—. Ella se ha quedado a mi lado, pero no tiene la habilidad de antes.
Eleanor sonrió fríamente sin decir nada.
Verrick se volvió y le gritó a Moore:
—¿Está arreglada esa porquería?
—Ya casi.
Verrick gruñó amargamente.
—Esto es una especie de celebración —le dijo a Benteley—, aunque no sé qué vamos a celebrar.
Moore, confiado y elocuente, se acercó a ellos sosteniendo en la mano el modelo en miniatura de un cohete interplanetario.
—Hay mucho que celebrar. Es la primera vez que un Gran Presentador elige al asesino. Pellig no ha sido designado por una pandilla de viejos seniles y reaccionarios; Verrick ya lo tenía todo planeado desde...
—Usted habla demasiado, Moore —lo interrumpió Verrick—. Tiene la palabra demasiado fácil y la mitad de lo que dice no significa nada.
Moore exclamó riendo:
—Eso es exactamente lo que descubrieron las Brigadas.
Benteley se alejó, incómodo. Verrick estaba un poco borracho; parecía un oso amenazador y peligroso que ha escapado de la jaula. Pero detrás de aquellos torpes movimientos se escondía una mente afilada, atenta a todo.
El techo de la sala era alto, cubierto con antiguos paneles de madera sacados sin duda de algún monasterio. Toda la estructura, de arcos y bóvedas, se parecía a la de una iglesia; los límites superiores se disolvían en una penumbra ambarina y las gruesas vigas estaban desgastadas y ennegrecidas por los innumerables fuegos que habían ardido en la chimenea de piedra. Todo era macizo y pesado. Los colores eran ricos y profundos, la ceniza en grano impregnaba las piedras, y los montantes eran gruesos como troncos. Benteley tocó un panel de color opaco. La madera estaba corroída, pero era extrañamente lisa, como si una capa de luz grisácea se hubiese posado sobre ella y la hubiese impregnado.
—Esta madera —dijo Verrick observando a Benteley— viene de un prostíbulo medieval.
Laura observaba las tapicerías pesadas como piedras que colgaban sobre los cristales emplomados. En la repisa de la vasta chimenea había una colección de copas viejas y melladas. Benteley alzó una con sumo cuidado. Era pesada y abultada, y tenía unos bordes gruesos, y un diseño simple de líneas oblicuas, estilo sajón medieval.
—Dentro de unos minutos verán a Pellig —les dijo Verrick—. Eleanor y Moore ya lo conocen.
Moore se rió de nuevo, con un ladrido cortante agresivo, como un perro de dientes afilados.
—Sí, yo ya lo conozco.
—Es encantador —dijo Eleanor con una voz inexpresiva.
—Sí, Pellig ya está en marcha. Hablen con él, quédense con él —continuó Verrick—. Quiero que todos lo vean. Sólo pienso mandar a un asesino. —Sacudió una mano, impaciente—. ¿De qué serviría mandar a toda una patrulla?
Eleanor le clavó los ojos.
—Vamos —Verrick dio unos pasos hacia la doble puerta del fondo de la sala y la abrió de par en par, dejando al descubierto el torrente de luz y sonido de una animada concurrencia—. Entren —ordenó Verrick—. Voy a buscar a Pellig.
—¿Una copa, dama o caballero?
Eleanor Stevens se sirvió una copa de la bandeja que un inexpresivo robot MacMillan le puso delante.
—¿Y usted, Benteley? —Llamó de vuelta al robot y se sirvió otra copa—. Pruébelo, no es muy fuerte. Lo hacen con una especie de baya que crece en la ladera soleada de Callisto, en unas grietas enquistadas, una vez al año. Verrick instaló allí un campo de trabajo, para recolectar las bayas.
—Gracias. —Benteley se sirvió una copa.
—¡Anímese!
—¿Qué significa todo esto? —Benteley miró la caverna, atiborrada de gente que murmuraba y reía. Todos iban bien vestidos, con diferentes combinaciones de colores representando a todas las clases altas—. Me gustaría oír música y verlos bailar.
—Ya han cenado y bailado. Señor, ya son casi las dos de la madrugada. Hoy ha sido un día muy agitado. El salto de la botella, la Convención del Desafío, toda esa excitación. —Eleanor se apartó, mirando algo—. Ahí vienen.
Benteley se volvió junto con los demás. Hubo de pronto un silencio nervioso entre la gente más cercana. Todos miraron con inquietud y avidez hacia Reese Verrick que se acercaba acompañado por otro hombre. Era una figura esbelta, enfundada en un sencillo traje gris verdoso, los brazos sueltos a los lados y una cara neutra e inexpresiva. Una onda de sonido se alzó girando detrás de él; se oyeron unas exclamaciones apagadas y un coro de admirado tributo.
—¡Es él! —susurró Eleanor con ojos relampagueantes y apretando los dientes. Aferró con fuerza el brazo de Benteley—. Es Pellig. Mírelo.
Pellig no dijo nada. Era un hombre de cabellos de color amarillo pajizo, húmedos y despeinados, y facciones desdibujadas, casi indescriptibles. Un personaje mudo y descolorido, casi eclipsado mientras el gigante lo empujaba entre las parejas que lo miraban con atención. Los dos se perdieron enseguida entre las mallas de terciopelo y las largas faldas. Y el zumbido de las animadas conversaciones se reanudó en torno a Benteley.
—Volverán más tarde —dijo Eleanor estremeciéndose—. Me pone la piel de gallina, ¿qué puedo hacer? —dijo sonriéndole a Benteley y todavía aferrada a su brazo—. ¿Qué le ha parecido?
—No me ha causado ninguna impresión.
En el grupo que rodeaba a Verrick, la voz entusiasmada de Moore se elevó sobre el ruido uniforme de la charla. Benteley, molesto, se alejó unos pasos.
—¿Adónde va? —preguntó Eleanor.
—A casa —dijo él involuntariamente.
—¿Y eso qué quiere decir? —sonrió ella con ironía—. Yo ya no puedo sondearlo. Tuve que renunciar a todo eso.
Eleanor se recogió el pelo rojo resplandeciente y le mostró los dos círculos muertos encima de las orejas: unas manchitas de plomo en la piel tersa y blanca.
—No puedo entenderlo —dijo Benteley—. Renunciar a ese don innato.
—Habla usted como Wakeman. Si hubiese seguido en las Brigadas, habría tenido que emplear mis facultades contra Reese. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Una tensa agonía asomó en los ojos de Eleanor—. ¿Sabe una cosa? Se acabó. Es como volverse ciego. Durante mucho rato grité y lloré. No podía aceptarlo. Me quedé destrozada.
—¿Y ahora cómo se siente?
—Sé que voy a superarlo. De todas maneras es irremediable. No hablemos más del tema... Termine el trago y relájese. —Brindó con él—. Se llamaElixir de metano. Creo que la atmósfera en Callisto es de metano.
—¿Ha estado alguna vez en las colonias planetarias? —preguntó Benteley. Tomó unos sorbos del líquido ambarino; era muy fuerte—. ¿Ha visto algún campo de trabajo o las colonias arrasadas por las patrullas?
—No —respondió Eleanor—. Nunca he salido de la Tierra. Nací en San Francisco hace diecinueve años. Todos los telépatas venimos de allí, ¿recuerda? Durante la Guerra Final los grandes centros de investigación de Livermore fueron destruidos por un misil soviético. Los sobrevivientes resultaron gravemente irradiados. Somos todos descendientes de la misma familia, Earl y Verna Phillips. Todos los miembros de las Brigadas somos parientes. Me educaron para desarrollar esa facultad: ése ha sido mi destino.
Una música indefinida brotó de uno de los rincones de la sala; era un robot músico que creaba combinaciones fortuitas de sonidos, armonías cromáticas que iban y venían, demasiado sutiles a veces. Algunas parejas empezaron a bailar con indolencia. Un grupo de hombres discutía con voces altas y airadas. Benteley pudo oír algunas frases sueltas:
—Salido del laboratorio en junio, según parece.
—¿Usted le pondría guantes a un gato? Sería inhumano.
—¿Estrellarse contra algo a esa velocidad? Me conformo con un viejo y sencillo sub-C.
Cerca de la puerta doble unos pocos recogían sus abrigos y se iban, pálidos, la mirada ausente, las bocas flácidas de cansancio y aburrimiento.
—Siempre pasa lo mismo —dijo Eleanor—. Cuando las mujeres van a maquillarse, los hombres se ponen a discutir.
—¿Qué está haciendo Verrick?
—Escúchelo.
La voz cavernosa se alzaba por encima de las de todos los otros. Estaba ganando la discusión. Aquellos que estaban cerca de él, poco a poco fueron dejando de hablar y se acercaron a escucharlo. Algunos hombres de caras severas y tensas formaron un círculo alrededor de Verrick y Moore, cada vez más acalorados.
—Nuestros problemas nos los creamos nosotros mismos —observó Verrick—. No son más reales que los problemas de abastecimiento o exceso de mano de obra.
—¿Podría explicarlo? —preguntó Moore.
—Todo el sistema es artificial. El juego del Minimax fue inventado por dos matemáticos en los primeros años de la segunda guerra mundial.
—Descubierto, querrá decir. Vieron que las situaciones sociales eran análogas a la estrategia de los juegos, como el póquer, por ejemplo. Un sistema válido para el juego del póquer tiene que serlo también para cualquier situación social, como el comercio o la guerra.
—¿Hay alguna diferencia entre un juego de azar y un juego de estrategia? —preguntó Laura Davis sentada junto a Al.
—Una diferencia abismal —respondió Moore irritado—. En un juego de azar nadie intenta conscientemente engañar al adversario; en el póquer, en cambio, cada jugador aplica deliberadamente la estrategia del bluff, pistas falsas, gestos y comentarios engañosos, para confundir a los adversarios sobre lo que está ocurriendo en el juego y lo que él intenta, haciéndolos actuar como idiotas.
—¿Cómo cuando alguien dice que tiene buenas cartas, cuando en realidad no las tiene?
Moore no prestó atención a Laura y se volvió hacia Verrick:
—¿Pretende negar que la sociedad funciona como un juego de estrategia? El Minimax ha sido una hipótesis brillante. Nos facilitó un método racional y científico para desmantelar cualquier estrategia y transformar el juego estratégico en un juego de azar en el que pueden aplicarse los métodos estadísticos de las ciencias exactas.
—De todos modos —masculló Verrick—, esa maldita botella destituye a un hombre sin ninguna razón y consagra a un burro o un chiflado escogido al azar, sin tener en cuenta la capacidad o la posición del sujeto.
—Desde luego —exclamó Moore eufórico—. El Minimax es la base fundamental del sistema. La botella nos obliga a todos a jugar al Minimax o quedar marginados; estamos obligados a abandonar toda forma de superchería y a actuar de manera racional.
—No hay nada racional en los saltos fortuitos de la botella —respondió Verrick furioso—. ¿Cómo podría ser racional un mecanismo regido por el azar?
—El factor contingente es una de las funciones de un modelo totalmente racional. Nadie puede oponer una estrategia a los saltos fortuitos. Nos vemos obligados a adoptar un método contingente: el mejor análisis de las probabilidades estadísticas de ciertos acontecimientos, más la suposición pesimista de que cualquier plan puede ser descubierto con anticipación. Asumir de antemano que seremos descubiertos nos libera del peligro de ser descubiertos. Si actuamos al azar nuestro adversario no podrá descubrir nada sobre nosotros porque nosotros tampoco sabemos lo que vamos a hacer.
—De manera que somos una pandilla de idiotas supersticiosos —dijo Verrick—. Todos intentando descifrar señales y presagios, becerros con dos cabezas y bandadas de cuervos blancos. Dependemos del azar y no dominamos la situación porque no podemos hacer planes.
—¿Cómo podríamos hacer planes con telépatas alrededor? Los telépatas responden perfectamente a las previsiones pesimistas del Minimax: descubren todas nuestras estrategias desde el momento en que empezamos a jugar.
Verrick se señaló con el dedo el gran pecho de barril.
—Yo no llevo mariconadas colgadas del cuello. Ni pétalos de rosa ni bosta de vaca ni saliva de búho hervida. Juego con mi destreza, no con el azar. Y quizá tampoco siga una estrategia, en caso de que alguien quiera sondearme. Nunca confié en las abstracciones teóricas. Soy un empírico. Me acomodo a las situaciones. En eso consiste la destreza. Y yo la tengo.
—La destreza es una función del azar. Es la utilización intuitiva de lo mejor en una situación azarosa. Usted es tan condenadamente viejo que se habrá encontrado alguna vez en situaciones que le habrán permitido conocer de antemano, de manera pragmática...
—¿Y Pellig? Es una estrategia, ¿no?
—La estrategia implica engaño, y con Pellig no va a engañar a nadie.
—Es absurdo —gruñó Verrick—. Usted mismo se ha devanado los sesos para que las Brigadas no descubrieran lo de Pellig.
—La idea fue suya —replicó Moore furiosamente—. Le repito lo que le dije antes: deje que todos lo sepan porque no podrán hacer nada. Si fuera por mí, lo anunciaría mañana mismo en la tele.
—¡Maldito loco! —bramó Verrick—. ¡No dudo que lo haría!
—Pellig es invencible. —Moore estaba furioso: había sido humillado en público—. Hemos obtenido un compuesto que contiene la esencia del Minimax. Tomando la botella como punto de partida, he producido un...
—Cállese, Moore —dijo entre dientes Verrick dándole la espalda—. Habla demasiado. —Se alejó unos pasos; la gente se apresuró a apartarse—. Todo este asunto del azar tiene que ser eliminado. No podemos proyectar nada con esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas.
—¡Para eso la tenemos! —gritó Moore.
—Entonces déjela caer. Líbrenos de ella.
—El Minimax no es algo que uno enciende y apaga. Es como la gravedad, una ley, una ley pragmática.
Benteley se había acercado a escuchar.
—¿Usted cree en las leyes naturales? —preguntó—. ¿Un 8-8 como usted?
—¿Y éste de dónde sale? —gruñó Moore mirando airadamente a Benteley—. ¿Cómo se atreve a meterse en la conversación?
Verrick se estiró un poco más.
—Es Ted Benteley. Uno de clase 8-8 como usted. Acabamos de contratarlo.
Moore palideció:
—¡Un 8-8! ¡No necesitamos otro 8-8! —La cara le brilló con un feo resplandor amarillo—. ¿Benteley? Oiseau-Lyre lo despidió hace poco; es un desecho.
—Así es —dijo Benteley sin perder la calma—. Y he venido directamente aquí.
—¿Por qué?
—Me interesa lo que usted hace.
—¡Lo que yo hago no es asunto suyo!
—Ya basta —dijo Verrick con voz ronca—. Se calla o se va. De ahora en adelante Benteley trabajará con usted, le guste o no le guste.
—¡Nadie más que yo trabajará en este proyecto! —rugió Moore. Una mezcla de odio, de miedo y de celos profesionales le ardió en la cara—. Si no ha sido capaz de trabajar para una Colina de tercera como Oiseau-Lyre, no podrá...
—Ya veremos —dijo Benteley sin inmutarse—. Estoy impaciente por ver las anotaciones y los planes de usted. Será un placer examinar ese trabajo. Parece que es exactamente lo que busco.
—Voy a tomar una copa —farfulló Verrick—. Estoy demasiado ocupado y no puedo perder el tiempo en tonterías.
Moore lanzó a Benteley una última mirada de resentimiento y enseguida corrió detrás de Verrick. La gente se movió, murmuró fatigada, y se dispersó.
—Bueno, ahí va nuestro anfitrión —dijo Eleanor con una pizca de amargura en la voz— bonita fiesta, ¿no?
SEIS
A Benteley empezó a dolerle la cabeza. El bullicio continuo de voces se confundía con el brillo de los vestidos y el movimiento de los cuerpos. El suelo estaba plagado de colillas y basura; todo parecía fuera de lugar, como si la sala se inclinara lentamente hacia un lado. Las luces del techo cambiaban de forma y de intensidad a cada momento y le lastimaban los ojos. Un hombre que pasaba le dio un fuerte codazo en las costillas. Apoyada contra la pared, una joven con un cigarrillo colgado entre los labios se quitaba las sandalias y se masajeaba satisfecha los pies, de uñas rojas.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Eleanor.
—Quiero salir de aquí.
Eleanor lo condujo hábilmente por entre los móviles grupos de gente hacia una de las salidas.
—Todo esto parece algo insensato —dijo Benteley mientras caminaba y bebía al mismo tiempo—, pero, en realidad, tiene un objetivo muy preciso. Verrick es capaz...
Herb Moore les cerró el paso. Tenía la cara hinchada y de un malsano color rojo. Con él estaba el pálido y taciturno Keith Pellig.
—¡Ah! Aquí están —murmuró con una voz pegajosa, tambaleándose y derramando la mitad del vaso. Miró a Benteley a los ojos y le anunció roncamente—: Quería entrar en el juego, ¿eh? —Palmeó a Pellig en la espalda—. ¡He aquí el mayor acontecimiento de nuestra época, he aquí la personalidad más importante del momento! Mírelo bien, Benteley.
Pellig no dijo nada. Miraba impasible a Benteley y a Eleanor. Tenía un cuerpo delgado, relajado y flexible, y los ojos, el pelo, la piel y hasta las uñas parecían blanqueados y translúcidos. Una figura limpia y aséptica, incolora e insípida: un dígito vacío.
Benteley le alargó una mano.
—Encantado de conocerlo, Pellig.
Pellig alargó la suya. Una mano fría y húmeda, fofa y sin vida.
—¿Qué le parece? —preguntó Moore con agresividad—. ¿No es genial? ¿No es el mayor descubrimiento desde la invención de la rueda?
—¿Dónde está Verrick? —dijo Eleanor—. Se supone que Pellig no debe separarse de él.
Moore enrojeció aún más.
—¡Es una broma! ¿Quién...?
—Creo que has bebido demasiado. —Eleanor miró a su alrededor—. ¡Maldito Reese! Estará discutiendo con alguien por ahí.
Benteley observaba a Pellig hipnotizado. Había algo repelente en él: una apariencia asexuada, amorfa, hermafrodita. Pellig no tenía siquiera una copa en la mano, no tenía nada.
—¿No bebe? —preguntó Benteley.
Pellig sacudió la cabeza.
—¿Por qué no? Tómese un Elixir de metano.
Con un gesto brusco, Benteley se sirvió una copa de la bandeja de un robot MacMillan que pasaba por allí; tres copas cayeron y se hicieron trizas entre los pies deslizantes del robot, que inmediatamente se inmovilizó y acometió una compleja operación de barrido y limpieza.
—Sírvase. —Benteley le alcanzó una copa a Pellig—. Coma, beba y diviértase. Mañana morirá alguien, que seguramente no es usted.
—Ya basta —le susurró Eleanor al oído.
—Pellig —continuó Benteley—, ¿qué se siente siendo un asesino profesional? La verdad es que usted no parece un asesino. En realidad no parece nada. Definitivamente, no parece usted humano.
Los invitados que quedaban iban formando un círculo alrededor de ellos. Eleanor tiraba furiosamente de una manga de Benteley.
—¡Ted, por Dios! ¡Verrick está a punto de llegar!
—Suéltame. —Benteley se zafó—. Es mi manga. —Se la alisó con los dedos entumecidos—. Es prácticamente todo lo que me queda. Déjala.
Volvió a clavar los ojos en la cara neutra de Pellig. Le zumbaba la cabeza; le dolían la nariz y la garganta.
—Pellig, ¿qué impresión le causa matar a un hombre al que nunca ha visto, un hombre que nunca le ha hecho nada, un pobre inocente que se ha cruzado casualmente en el camino de los poderosos? Un obstáculo...
—¿Qué pretende insinuar? —interrumpió Moore con un murmullo amenazador y un aire de confundido resentimiento—. ¿Tiene usted algún problema con Pellig? —sonrió burlonamente—. Pellig, mi buen amigo.
Verrick apareció abriéndose paso entre la gente.
—Moore, lléveselo de aquí. Le había dicho que subiera a la primera planta —Bruscamente señaló las puertas dobles a los últimos invitados. —Se acabó la fiesta. Pueden irse. Nos pondremos en contacto cuando los necesite.
La gente empezó a separarse, yendo de mala gana hacia la salida. Los robots buscaron abrigos y bufandas. Algunos grupos rezagados aquí y allá charlaban y miraban con curiosidad a Verrick y Pellig.
—Subamos —dijo Verrick llevándose a Pellig del brazo—. ¡Dios mío! Se ha hecho tarde.
Empezó a subir la ancha escalinata, encorvado hacia delante y con la cabeza hirsuta mirando a un costado.
—Bueno, a pesar de todo, hoy hemos hecho un buen trabajo. Me voy a la cama.
Benteley se acercó por detrás y le dijo:
—¡Oiga, Verrick! Tengo una idea. ¿Por qué no mata a Cartwright usted mismo? Elimine al intermediario. Sería más científico.
Sin volverse ni disminuir el paso, Verrick soltó una carcajada inesperada.
—Mañana hablaremos. Ahora váyase a casa y acuéstese —dijo por encima del hombro.
—No —dijo Benteley tercamente—, no me iré a mi casa. He venido hasta aquí para conocer la estrategia de usted, y no me iré hasta que lo haya averiguado.
En el primer rellano Verrick se detuvo y se dio media vuelta. Tenía una mirada extraña en el rostro macizo, de facciones marcadas y duras.
—¿Cómo dice?
—Me ha oído perfectamente.
Benteley cerró los ojos y se balanceó con las piernas abiertas, como si la sala se moviera con él. Cuando volvió a mirar, Verrick ya no estaba y Eleanor Stevens le tiraba de un brazo, una y otra vez.
—¡Idiota! —chilló—. ¿Qué te pasa?
—Está loco —dijo Moore vacilante, empujando a Pellig hacia la escalera—. Eleanor, será mejor que te lo lleves o terminará mordiendo la alfombra.
Benteley estaba desconcertado. Abrió la boca atontado pero no emitió ningún sonido.
—Se ha ido —logró decir—. Todos se han ido. Verrick, Moore y ese adefesio de cera.
Eleanor lo llevó al cuarto de al lado y cerró la puerta tras ellos. El cuarto era exiguo; los bordes de las cosas se confundían en una penumbra de niebla. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas y aspiró, furiosa, envuelta en humo.
—Benteley, eres un lunático.
—Estoy borracho. Es ese aguardiente de Callisto. ¿Es verdad que miles de esclavos sudan y mueren bajo una atmósfera de metano para que Verrick pueda disfrutar de este elixir?
—Siéntate. —Eleanor lo empujó sobre una silla y se puso a dar vueltas, sacudiéndose, tensa como una marioneta—. Todo se está desmoronando. Moore está tan orgulloso con su Pellig que no deja de mostrárselo a todo el mundo. Verrick no quiere aceptar la nueva situación: sigue pensando que cuenta con los telépatas. ¡Dios mío!
Se volvió con una expresión de amargura y se llevó las manos a la cara.
Benteley la miró sin comprender, hasta que ella se incorporó y se frotó débilmente los ojos hinchados.
—¿Puedo hacer algo? —le preguntó.
En la oscuridad, Eleanor encontró una jarra de agua fría y un cuenco de caramelos sobre una de las sillas. Vació el cuenco, lo llenó con el agua de la jarra, se lavó rápidamente la cara y las manos, tiró de la cortina bordada de la ventana y se secó.
—Vamos, Benteley —murmuró—. Salgamos de aquí.
Salió a ciegas del cuarto. Benteley consiguió levantarse y la siguió. La diminuta silueta de pechos desnudos se deslizaba como un fantasma entre las sombrías posesiones de Verrick: estatuas colosales, estanterías de cristal, escaleras con tapices oscuros, y en cada rincón, robots inmóviles y mudos que esperaban a que eventualmente alguien les diera una orden.
Llegaron a un piso desierto, envuelto en sombras y de una oscuridad polvorienta. Eleanor esperó a que él la alcanzara.
—Voy a acostarme —le dijo sin rodeos—. Puedes venir conmigo si quieres, o puedes irte a tu casa.
—Ya no tengo casa.
La siguió por un pasillo en el que se sucedían puertas entreabiertas. De vez en cuando brillaba alguna luz. Oyó voces. Creyó reconocer algunas. Voces de hombres mezcladas con murmullos somnolientos y entrecortados de mujeres. De pronto Eleanor desapareció. Estaba solo.
Anduvo a tientas entre sombras que se movían y formas evanescentes. Chocó violentamente contra algo y una cascada de objetos se hizo trizas alrededor. Atónito, quiso alejarse, pero se quedó allí como si no pudiera decidirse.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó una voz dura. Era Herb Moore, invisible, pero muy próximo. La cara emergió de la oscuridad, espectral, muda, suspendida en el aire. La voz creció y se acercó hasta que Benteley no vio más que la cara hinchada y roja—. ¡Fuera de aquí! Váyase con los otros marginados. ¡Clase 8-8! No me haga reír. ¿Quién le dijo...?
Benteley lo golpeó. La cara de Moore se desintegró, proyectando líquidos y fragmentos, completamente destruida. Algo lo envolvió levantándolo del suelo. Era una masa gelatinosa, movediza, que lo atrapaba y lo sofocaba. Intentó incorporarse tratando de aferrarse a algo sólido.
—¡Basta! —ordenó Eleanor—. ¡Vosotros dos! ¡Tranquilos! ¡Por el amor de Dios!
Benteley se detuvo. Moore jadeaba y se secaba la cara ensangrentada:
—Lo mataré, maldito bastardo... —bramaba gimiendo de rabia y dolor—. ¡Se arrepentirá de lo que ha hecho, Benteley!
Benteley se encontró sentado sobre un mueble bajo, quitándose los zapatos. El abrigo estaba delante de él, en el suelo. Un momento después también los zapatos estaban en el suelo, sobre una lujosa alfombra. No se oía ningún ruido; la habitación estaba fría y silenciosa. Una luz tenue titilaba en un rincón distante.
—Cierra la puerta —la voz de Eleanor le llegó desde cerca—. Creo que Moore ha perdido la cabeza o algo parecido; deambula por el pasillo como un poseso.
Benteley encontró la puerta y cerró el viejo pestillo manual. Eleanor estaba en el centro de la habitación, con una pierna levantada y el pie recogido, desatándose minuciosamente los cordones de las sandalias. Se descalzó y luego se desabrochó y se quitó los pantalones, mientras Benteley la observaba estupefacto y confundido. Los tobillos desnudos brillaron un momento bajo la luz. Pantorrillas pálidas y relucientes; la visión danzó frente a él hasta que no pudo aguantarlo y cerró con fuerza los ojos. Las piernas delgadas de huesos pequeños, delicadas y perfectamente lisas y suaves hasta las rodillas, el punto donde empezaba la ropa interior...
De pronto estaba echándose sobre ella y ella subía hacia él. Brazos húmedos, pechos temblorosos y pezones rojos y duros debajo de él. Ella jadeó y se estremeció, abrazándolo. El zumbido en la cabeza de Benteley creció hasta desbordarse; cerró los ojos y se abandonó plácidamente al torrente.
Despertó mucho más tarde. Hacía mucho frío. Nada se movía. No había ruidos ni señales de vida. Se levantó rígido, azorado, con la mente dividida en fragmentos. La luz gris del alba entraba por la ventana abierta y un viento frío y ominoso azotaba alrededor. Dio un paso atrás y se detuvo, reflexionando.
Había figuras humanas tendidas en el suelo, entre mantas y vestidos amontonados. Tropezó con unos miembros extendidos, brazos descubiertos, piernas lechosas que lo sobresaltaron y horrorizaron. Reconoció a Eleanor, apoyada contra una pared, un brazo extendido hacia delante, los dedos finos y crispados, respirando irregularmente con la boca entreabierta. Caminó un poco más y se detuvo paralizado.
Bajo la luz gris vio la cara de su viejo amigo Davis, apacible y contento en los brazos de su mujer, que dormía profundamente; olvidados de todo lo demás.
Había más gente aún: unos roncaban y otro se sacudía a punto de despertar. Alguien gemía y buscaba a tientas una manta. El pie de Benteley aplastó un vaso y dejó en el suelo un charco de líquido negro; Alcanzó a ver otra cara familiar. ¿Quién era? Un hombre de pelo negro, de facciones agradables...
¡Era su propia cara!
Tropezó contra una puerta y se encontró en la penumbra amarilla de un vestíbulo. Aterrado, huyó a ciegas. Los pies desnudos lo llevaron en silencio por vastas galerías, infinitas y desiertas, por ventanas de piedras grisáceas, por escaleras que parecían interminables. Dando tumbos dobló una esquina y se encontró atrapado en una alcoba; un espejo enorme se alzaba delante, cerrándole el camino.
Dentro del espejo había una forma que se movía lentamente. Parecía un insecto inanimado, un insecto suspendido en amarillentas profundidades acuáticas. Benteley lo contempló anonadado: el pelo de cera, la boca y los labios inmóviles, los ojos descoloridos. Los brazos colgaban inertes, como deshuesados. Una figura silenciosa e inmóvil, desarticulada y descolorida, que lo miraba parpadeando.
Benteley gritó y la imagen desapareció. Echó a correr por los extensos pasillos grises con pies que apenas tocaban la alfombra. Ya no sentía nada debajo de él. Corría elevándose, transportado por su propio terror. No era más que una figura aullante que volaba hacia la alta bóveda del techo.
Con los brazos desplegados, pasó velozmente a través de paredes y paneles, cruzando las habitaciones y los pasillos desiertos, ciego y horrorizado, revoloteando de un lado a otro, golpeando en vano las ventanas, deseando poder escapar.
Se estrelló violentamente contra una chimenea de ladrillos y se desplomó sobre una alfombra blanda, cubierta de polvo. Por un momento se quedó tendido en el suelo, desconcertado; al fin se levantó y corrió frenéticamente, con las manos en la cara, los ojos cerrados y la boca abierta.
Se oían ruidos delante de él. Un haz de luz amarilla se filtraba por una puerta entreabierta. En una habitación había un grupo de hombres sentados alrededor de una mesa cubierta de cintas magnéticas y carpetas de informes. Una lámpara atrónica ardía en el centro —como un sol en miniatura, caliente e imperecedero—, hipnotizándolo. Entre tazas de café, los hombres murmuraban y examinaban minuciosamente las carpetas y las cintas. Uno de ellos era un hombre corpulento, de hombros caídos.
—¡Verrick! —gritó Benteley con una voz fina y débil que parecía el silbido de un insecto—. ¡Verrick! ¡Ayúdeme!
Reese Verrick le clavó una mirada severa.
—¿Qué quiere? Estoy muy ocupado. Tenemos que acabar con esto lo antes posible.
—¡Verrick! —Benteley volvió a gritar sintiendo en el cuerpo unas punzadas de terror y de pánico insensato—. ¿Quién soy yo?
—Usted es Keith Pellig —respondió Verrick molesto, secándose la frente con una garra enorme y apartando las cintas magnéticas—. Usted es el asesino elegido por la Convención. Tiene que estar preparado para entrar en acción en menos de dos horas. Tiene un trabajo que hacer.
SIETE
Eleanor Stevens apareció por entre las sombras grises del vestíbulo:
—No, Verrick, no es Keith Pellig. Pídale a Moore que baje y hágalo hablar. Ha querido vengarse de Benteley: tuvieron una pelea.
Los ojos de Verrick se abrieron, sorprendidos.
—¿Benteley? ¡Maldito Moore! Es un insensato. Terminará estropeándolo todo.
Benteley estaba empezando a recobrar la cordura.
—¿Se puede arreglar? —murmuró.
—Estaba totalmente inconsciente —dijo Eleanor con una voz fina y crispada. Se había puesto los pantalones, las sandalias y un abrigo sobre los hombros. Tenía la cara pálida y el pelo rojo enredado en mechones—. No puede hacerlo estando consciente. Traigan un médico del laboratorio para que le dé un calmante. Y no se aprovechen de la situación. No le digan nada hasta que se haya recuperado. No podría soportarlo, ¿entienden?
Moore apareció, consternado y asustado:
—No es nada. Me he pasado un poco con el arma, eso es todo —Tomó a Benteley del brazo—. Vengan, vamos a solucionarlo enseguida.
Benteley se soltó y miró la cara y las manos extrañas de Moore.
—Verrick —dijo con un hilo de voz—. Ayúdeme.
—Por supuesto —dijo Verrick bruscamente—. Todo saldrá bien. Aquí llega el médico.
Verrick y el médico lo atendieron. Moore temía estar cerca de Verrick y se apartó unos pasos. Eleanor se sentó en el escritorio y encendió un cigarrillo, mirando cómo el médico clavaba una aguja en el brazo de Benteley y apretaba la válvula. Benteley sintió que poco a poco se hundía en la oscuridad; oía la voz cada vez más lejana de Verrick.
—Tendría que haberlo matado o dejarlo tranquilo, pero esto no. ¿Cree que se lo perdonará?
Moore respondió algo, pero Benteley ya no lo oyó. La oscuridad era ahora completa, y él estaba dentro.
Mucho más tarde Eleanor estaba diciendo:
—Reese no entiende realmente qué cosa es Pellig. ¿Te has dado cuenta?
—No entiende ningún tipo de teoría —dijo Moore con sequedad y resentimiento.
—No lo necesita. No le serviría de nada. Puede contratar a centenares de jóvenes especialistas para que ellos lo entiendan.
—Como yo, ¿no?
—¿Por qué trabajas con Reese? No te gusta, no os lleváis bien.
—Verrick invierte dinero en mis investigaciones. Sin él, yo no podría hacer nada.
—Pero al final es él quien se beneficia.
—Eso no importa. Escucha: he estado examinando los trabajos de MacMillan sobre los robots. ¿Y cuál ha sido el resultado final? Toda esa chatarra estúpida: aspiradoras y cocinas presuntuosas, camareros bobos y mudos. MacMillan se equivocó. Aspiraba a algo grande, para que los inks pudieran dormir tranquilos, y no hubiera más criados ni peones. MacMillan simpatizaba con los inks. Probablemente compró su clasificación en el mercado negro.
Se oyó el ruido de algo que se movía, gente que se incorporaba y caminaba, el tintineo de unos vasos.
—Whisky con agua —dijo Eleanor.
Alguien se sentó y suspiró aliviado.
—Estoy cansado —dijo el hombre—. ¡Qué noche! Un día perdido. Hoy me acostaré temprano.
—Ha sido culpa tuya.
—Aguantará. Estará presente para ver al gran Pellig.
—No, no harás eso. No está en condiciones.
—Es mío, ¿no? —Moore parecía indignado.
—Pertenece a todo el mundo —afirmó Eleanor con una voz glacial—. Estás tan metido en ese ajedrez de palabras, que no adviertes el peligro que nos haces correr. Las posibilidades de resistencia de ese chiflado aumentan hora a hora. Si no te hubieras vuelto loco, poniendo todo al revés sólo para vengarte, quizá Cartwright ya estaría muerto.
Atardecía.
Benteley se movió. Logró sentarse, asombrado de sentirse tan bien y con la mente despejada.
La habitación estaba a oscuras; una sola luz resplandecía, un resplandor diminuto que identificó enseguida: el cigarrillo de Eleanor. Moore estaba sentado junto a ella; tenía las piernas cruzadas, un vaso de whisky en la mano, y la cara adusta y remota. Eleanor se levantó rápidamente y encendió una lámpara de mesa.
—¿Ted?
—¿Qué hora es?
—Las ocho y media. —Eleanor se acercó a la cama con las manos en los bolsillos—. ¿Cómo te sientes?
Benteley apoyó los pies en el suelo, débilmente sentado en el borde de la cama. Lo habían envuelto en una bata de noche; su ropa había desaparecido.
—Tengo hambre —murmuró. De pronto cerró los puños y se golpeó la cara.
—Eres tú —apuntó Eleanor.
Benteley se puso de pie, tambaleándose.
—Me siento feliz. ¿Ha ocurrido realmente?
—Así es. —Eleanor buscaba un cigarrillo—. Y volverá a ocurrir. Pero la próxima vez estarás preparado. Tú y otros veintitrés jóvenes brillantes.
—¿Dónde está mi ropa?
—¿Por qué?
—Quiero irme.
Moore se incorporó bruscamente.
—No puede irse. Hay que ser realistas: usted ha descubierto el significado de Pellig.
—Verrick no dejará que te vayas así.
—Aquí se están violando las reglas de la Convención del Desafío —Benteley encontró la ropa en un armario y la desplegó sobre la cama—. No pueden mandar más de un asesino a la vez. Y Pellig ha sido fabricado para que parezca uno solo, cuando en realidad...
—No vaya tan rápido —dijo Moore—. No lo ha entendido todo todavía.
Benteley se quitó la bata y la arrojó al suelo.
—Pellig es algo completamente sintético.
—Exactamente.
—Pellig es un caballo de Troya. Ustedes van a meterle en la cabeza una docena de mentes de primer orden y después lo enviarán a Batavia. Cuando Cartwright muera, quemarán la cosa Pellig y nadie se habrá enterado. Les pagarán a esas mentes por el trabajo que han hecho y las mandarán de vuelta a casa. Como a mí.
Moore parecía divertido.
—Ojalá pudiéramos. En realidad ya lo hemos intentado introduciendo tres personalidades en Pellig. El resultado ha sido caótico. Cada uno iba por su propia cuenta.
—¿Tiene Pellig alguna personalidad? —le preguntó Benteley mientras se vestía—. ¿Qué pasa cuando todas las mentes están fuera?
—Cae en lo que llamamos un estado vegetativo. No muere, pero pasa a un nivel de existencia elemental, un estado crepuscular en el que las funciones vitales continúan trabajando.
—¿Quién lo impulsaba anoche?
—Un burócrata de mi laboratorio. Un tipo negativo, como habrá observado. Pellig es un excelente vehículo, con índices de distorsión o refracción muy bajos.
Benteley trató de no recordar mientras decía:
—Cuando yo estaba dentro, tuve la impresión de que Pellig estaba allí conmigo.
—Yo sentí lo mismo —acordó Eleanor—. La primera vez sentí como si tuviera una serpiente en los pantalones. Es una ilusión. ¿Cuándo lo notaste por primera vez?
—Mirándome al espejo.
—Nunca te mires al espejo. ¿Cómo crees que yo me sentía? Pero tú eres hombre. Para mí era muy difícil. Pienso que Moore no tendría que utilizar mujeres: hay demasiados riesgos de shock.
—¿Los utilizan sin avisarles?
—Tenemos un equipo muy bien entrenado —dijo Moore—. En los últimos meses hemos probado decenas de postulantes. La mayoría no resiste. Al cabo de unas horas caen en una extraña forma de claustrofobia. Quieren salir a toda costa, como si los envolviera una masa gelatinosa y helada, tal como dijo Eleanor.
Se encogió de hombros.
—Yo no siento eso: a mí me parece hermoso.
—¿Son muchos? —preguntó Benteley.
—Hemos reunido a unos veinte que aguantarán. Su amigo Davis es uno de ellos. Tiene la personalidad adecuada: apacible, tranquilo y dócil.
Benteley se enderezó, muy tieso.
—De modo que así ha obtenido una nueva clasificación, entrando en el juego.
—Todos los participantes escalan una clase. Comprada en el mercado negro, claro está. Usted también, según Verrick. No es tan peligroso como parece. Si algo no funciona, si empiezan a boicotear a Pellig, retiraremos al que esté dentro en ese momento.
—Ése es el método —murmuró Benteley entre dientes—. Consecutivo.
—Veamos si son capaces de probar una violación del Desafío —dijo Moore, animado—. Nuestro departamento legal ha examinado todas las circunstancias y efectos. No hay nada que puedan reprocharnos. La ley exige un asesino a la vez, elegido por una Convención pública. Pellig ha sido elegido por la Convención pública, y no habrá nadie más.
—No entiendo de qué sirve todo eso.
—Ya lo entenderás —dijo Eleanor—. Moore te lo explicará, es una larga historia.
—Después de comer algo —dijo Benteley.
Los tres caminaron lentamente hacia el comedor a lo largo del vestíbulo alfombrado. Benteley se quedó petrificado en el umbral. Pellig estaba plácidamente sentado a la mesa junto con Verrick, delante de unas costillas de cordero con puré de patatas, un vaso de agua en los labios flácidos y descoloridos.
—¿Qué pasa? —preguntó Eleanor.
—¿Quién está dentro?
Eleanor se encogió de hombros.
—Algún técnico del laboratorio. Siempre dejamos a alguien dentro. Eso nos permite conocerlo mejor y aumentar nuestras posibilidades.
Benteley se sentó en el extremo de la mesa, lejos de Pellig. Aquella palidez de cera lo molestaba: parecía la larva de un insecto que el sol aún no había curtido ni secado.
Entonces se acordó.
—Oigan —dijo—. Hay algo más.
Moore y Eleanor se miraron un momento.
—Tómeselo con calma, Benteley —dijo Moore.
—El vuelo. Me elevé. No sólo corría. Volaba. —Levantó la voz asustado—. Algo me ocurrió. Daba vueltas y vueltas, como un fantasma..., hasta tropezar con la chimenea.
Se tocó la frente: no había allí ningún bulto, ninguna cicatriz. Por supuesto que no: había estado en otro cuerpo.
—Explíqueme —dijo jadeando—. ¿Qué me pasó?
—Era algo relacionado con la falta de peso —dijo Moore—. El cuerpo de Pellig es más eficiente que un cuerpo humano normal.
La expresión de Benteley tuvo que haber sido de escepticismo, pues Eleanor dijo enseguida:
—Pellig tiene que haber tomado un cóctel de drogas antes de que tú entraras en su cuerpo. Estuvieron repartiéndolas fuera, en la calle; he visto a algunas mujeres tomándolas.
La voz ronca de Verrick los interrumpió:
—Moore, usted que es especialista en abstracciones... —Le acercó por encima de la mesa un fajo de placas magnéticas—. He estado examinando nuestros informes confidenciales sobre ese chiflado de Cartwright. Nada importante, pero hay cosas que me preocupan.
—¿Cuáles? —preguntó Moore sentándose.
—En primer lugar, tiene una tarjeta-p, lo que es raro en un ink. Las posibilidades de tener una tarjeta de poder son tan escasas, tan microscópicas...
—Estadísticamente hablando, siempre hay una posibilidad.
Verrick refunfuñó con desdén:
—La botella es la mayor estafa que se haya concebido alguna vez. Todos tienen un billete en esa maldita lotería. ¿Para qué conservar una tarjeta que te da una posibilidad entre seis mil millones, una oportunidad que no llegará nunca? Los inks son suficientemente astutos como para revender sus tarjetas, si las Colinas no se las quitan. ¿Cuánto cuesta una tarjeta actualmente?
—Unos dos dólares. Antes eran más caras.
—De acuerdo. Pero Cartwright conserva la suya. Y eso no es todo —Una mirada astuta atravesó la cara maciza de Verrick—. Según mis informes, Cartwright ha comprado al menos media docena de tarjetas-p en el último mes. Y no ha vendido ninguna.
Moore se enderezó:
—¿De veras?
—A lo mejor —comentó Eleanor, pensativa— encontró finalmente un amuleto que funciona.
Verrick rugió como un buey en el matadero:
—¡Ya basta! ¡Otra vez esos malditos amuletos! —Golpeó con un dedo furioso los pechos desnudos de Eleanor—. ¿Qué es esto? ¿Una de esas bolsitas con ojos de batracio? Quítesela enseguida y tírela a la basura. Es una pérdida de tiempo.
Eleanor sonrió amablemente: todos estaban acostumbrados a las excentricidades de Verrick; no le gustaban los amuletos.
—¿Qué otra cosa? —preguntó Moore—. ¿Tiene más información?
—El día que saltó la botella había una reunión de la Sociedad Preston —Verrick apretó los puños—. Quizá Cartwright encontró lo que yo buscaba, lo que todos buscan: una manera de vencer a la botella, un plan secreto para adivinar cómo se moverá. Si hubiese sabido que Cartwright se pasó aquel día esperando una notificación...
—¿Qué hubiese hecho? —preguntó Eleanor.
Verrick no respondió. Una extraña mueca le atravesó el rostro, un movimiento de agonía que sorprendió a Benteley e hizo que los demás se quedaran quietos y en silencio. De pronto Verrick inclinó la cabeza hacia su plato de comida y los demás hicieron lo mismo.
Cuando acabaron de comer, Verrick apartó la taza de café y encendió un cigarrillo.
—Y ahora escúcheme —le dijo a Benteley—. Quería conocer nuestra estrategia, ¿no? Aquí la tiene: apenas un telépata entra en la mente de un asesino, ya no hay remedio. Las Brigadas ya no lo sueltan nunca, se lo pasan de uno a otro. Saben exactamente lo que hará en el momento en que lo piensa. No hay estrategia que funcione: lo sondean constantemente, hasta que se aburren y le destrozan las entrañas.
—Así fue cómo los telépatas nos obligaron a adoptar el Minimax —señaló Moore—. Los telépatas desmantelan cualquier estrategia: con ellos hay que actuar al azar. Uno no tiene que saber lo que hará después. Hay que cerrar los ojos y avanzar a ciegas. El problema consiste en saber cómo tener una estrategia indeterminada y al mismo tiempo avanzar decididamente hacia la meta.
—En el pasado —continuó Verrick— los asesinos buscaron la manera de tomar decisiones al azar. Los ayudaba el plimp, que en la práctica era una especie de costumbre criminal. Un tablero de bolsillo proponía numerosas combinaciones aleatorias que conducían a decisiones más complejas. El asesino tiraba los dados, leía el resultado y actuaba como ya se había preestablecido. Los telépatas no podían saber qué número iba a salir y el asesino tampoco.
»Pero eso no fue suficiente. El asesino jugaba al Minimax pero continuaba perdiendo. Perdía porque los telépatas también jugaban, y porque ellos eran ochenta y él uno. Estadísticamente no tenía posibilidades: lo conseguía sólo una vez entre una infinidad de intentos. Aunque a veces los asesinos acertaban. De Falla, por ejemplo, abría al azar Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y tomaba sus decisiones basándose en una compleja interpretación del texto.
—La respuesta es Pellig, evidentemente —declaró Moore—. Tenemos veinticuatro mentes distintas. No habrá ningún contacto entre ellas. Todas estarán aquí en Farben, cada una en un cubículo, conectada a un mecanismo de ejecución. A intervalos irregulares activaremos una mente distinta, elegida al azar, y que cuenta con una estrategia completamente desarrollada. Pero nadie sabe qué mente actuará después, ni cuándo. Nadie sabrá qué estrategia ni qué plan de acción se pondrán en marcha. Los telépatas no sabrán lo que hará el cuerpo de Pellig un minuto más tarde.
La superlógica implacable del técnico provocó en Benteley un escalofrío de admiración.
—No está mal —admitió.
—¿Se da cuenta? —dijo Moore orgulloso—. Pellig es la partícula aleatoria de Heisenberg. Los telépatas pueden determinar la trayectoria directa hacia Cartwright, pero no la velocidad. Nadie sabrá en qué punto de la trayectoria se encuentra Keith Pellig en un cierto momento.
OCHO
El apartamento de Eleanor Stevens era una serie de cuartos atractivos en el barrio de residencias clasificadas de la Colina Farben. Benteley le echó una mirada apreciativa mientras Eleanor cerraba la puerta y se movía por el cuarto encendiendo luces y enderezando cosas.
—Acabo de mudarme —explicó Eleanor—. Hay un gran desorden.
—¿Dónde está Moore?
—Supongo que en algún lugar del edificio.
—Creía que vivíais juntos.
—Ahora no.
Eleanor bajó la persiana translúcida en la pared ventana del apartamento. El cielo nocturno y la hueste de estrellas heladas, el resplandor y las formas brillantes de la Colina Farben palidecieron hasta desaparecer. Eleanor miró a Benteley de reojo y dijo:
—La verdad es que ahora no vivo con nadie.
—Perdóname —le dijo Benteley, torpemente—. No lo sabía.
Eleanor se encogió de hombros y le sonrió con ojos brillantes y labios rojos y trémulos.
—Qué triste, ¿no? Después de Moore, viví con otros investigador del laboratorio, un amigo suyo, y luego con un planificador. No olvides que yo fui telépata. A la mayoría de los hombres no les gusta vivir con una telépata, y yo nunca me llevé muy bien con la gente de las Brigadas.
—Bueno, ahora todo eso es agua pasada.
—Por supuesto. —Eleanor deambuló por la habitación con las manos en los bolsillos, de pronto pensativa y solemne—. Creo que he malgastado mi vida. La telepatía nunca me interesó, pero tuve que elegir: o el entrenamiento con las Brigadas o la operación que me cambiaría el cerebro. Además, no tenía una clasificación y la alternativa eran los campos de trabajo... ¿Sabes una cosa? Si Verrick me despide, se acabó. No puedo volver a las Brigadas y sería inútil que intentara ganar el Juego. —Miró a Benteley con aire de súplica—. ¿Te molesta que sea independiente?
—De ningún modo.
—Me siento tan rara siendo libre... —murmuró—. Estoy totalmente sola sin ataduras. Es muy difícil para mí, Ted. Me vi obligada a seguir a Verrick: es el único hombre con quien me siento segura. Pero me separó de mi familia. —Se volvió hacia Benteley y le echó una mirada patética—. Odio estar sola; me da miedo.
—No les tengas miedo. Escúpeles en la cara.
—Yo no podría. —Se estremeció—. ¿Cómo puedes vivir así? Hay que depender de alguien, alguien fuerte, que te proteja. Vivimos en un mundo grande, helado y hostil. ¿Sabes lo que te puede ocurrir si te abandonas y caes?
—Lo sé —asintió Benteley—. Hay millones de deportados.
—Quizá tendría que haberme quedado con las Brigadas. Pero las odio. Entrometerse, escuchar, leer siempre lo que les está pasando a los demás. Dejas de vivir, o no vives como un individuo independiente. Te conviertes en una especie de organismo colectivo. No puedes amar, no puedes odiar. Todo se limita a tu trabajo, que, además, ni siquiera es tuyo. Tienes que compartirlo con ochenta personas más, gente como Wakeman.
—Quieres estar sola pero tienes miedo —le dijo Benteley.
—¡Quiero ser yo! Pero sin estar sola. Odio despertarme por la mañana y no encontrar a nadie a mi lado. Odio volver a un apartamento vacío. Cenar sola, cocinar y tener el lugar arreglado para mí sola. Encender la luz de noche, cerrar las persianas. Mirar la tele. Quedarme sentada sin hacer nada. Pensar.
—Eres joven. Te acostumbrarás.
—No me acostumbraré. —Le brillaron los ojos—. Cierto que a otros les fue peor. —Se recogió la cabellera flameante; los ojos se le nublaron, verdes, hermosos y astutos—. He vivido con muchos hombres desde los dieciséis años. No recuerdo cuántos; me los encontré como te he encontrado a ti, en el trabajo o en fiestas, a veces a través de amigos. Vivimos juntos un tiempo y luego nos peleamos. Siempre pasa algo, nada perdura. —El terror la estremeció otra vez, violento y abrumador—. ¡Todos se marchan! Se quedan un tiempo y después se van. Me abandonan. O me echan...
—Suele ocurrir —dijo Benteley, que escuchaba a medias, metido en sus propios pensamientos.
—Un día encontraré al hombre de mi vida —dijo Eleanor con fervor—. ¿No es cierto? Tengo sólo diecinueve años. ¿No lo he hecho todo bien para mi edad? Y Verrick me protege: siempre puedo contar con él.
Benteley se volvió bruscamente:
—¿Me estás pidiendo que vivamos juntos?
—Bueno, ¿te gustaría? —dijo Eleanor enrojeciendo.
Benteley no respondió.
—¿Qué pasa? —preguntó ella impaciente, con una expresión de dolor en los ojos.
—No tiene nada que ver contigo —Benteley se acercó a la pared transparente y levantó la persiana—. La Colina es hermosa de noche. Viéndola desde aquí, no consigues imaginar cómo es en realidad.
—¡Qué importa la Colina! —Eleanor puso de vuelta la niebla gris—. Si no soy yo, entonces es Verrick. Sí, es Reese Verrick. ¡Dios mío! Estabas tan ansioso aquel día que llegaste a la oficina con tu cartera bajo el brazo como un cinturón de castidad... —Eleanor sonrió—. Estabas tan entusiasmado... Como un cristiano al que se le abren por fin las puertas del paraíso. Habías esperado tanto... Tenías tantas expectativas... Me pareciste terriblemente atractivo; esperaba volver a verte.
—Quería salir del sistema de las Colinas y encontrar algo mejor. Entrar en el Directorio.
—¡El Directorio! —Eleanor se echó a reír—. ¿Qué es eso? ¡Una abstracción! ¿Sabes quiénes componen el Directorio? —Respiró entrecortadamente, con los ojos muy abiertos—. Es gente real; no son sólo instituciones y oficinas. ¿Cómo puedes ser leal a... una cosa? Los viejos mueren, llegan los jóvenes y las caras cambian. Pero tu lealtad es siempre la misma. ¿Lealtad hacia quién, hacia qué? ¡Es una superstición! Eres leal a una palabra, a un nombre, no a una entidad viviente de carne y hueso.
—No, no es sólo una cuestión de instituciones y oficinas —dijo Benteley—. Representan algo.
—¿Qué?
—Algo que está por encima de todos nosotros, que es más grande que un individuo o que un grupo de individuos. Aunque, en cierta medida, es todos los hombres.
—No es nadie. Un amigo es una persona, no una clase o un grupo de trabajo, ¿verdad? No tienes amigos de clase 4-7, ¿no es cierto? Y cuando te acuestas con una mujer, es una mujer particular, ¿verdad? Todo lo demás ha desaparecido... Nociones vagas, fugaces, un humo grisáceo e inaccesible. Lo único que queda es la gente; tu familia, tus amigos, tu amante, tu protector. Puedes tocarlos, estar cerca de ellos..., respirar la vida que es algo caliente y sólido. El sudor, la piel, el pelo, la saliva, la respiración, los cuerpos. El gusto, el tacto, el olfato, los colores. ¡Algo que puedas aferrar con las manos! ¿Qué hay más allá de la gente? ¿En quién confiar aparte de tu protector?
—Depende de ti mismo.
—¡Reese me protege! Es grande y fuerte.
—Es como un padre para ti —dijo Benteley—. Y los padres no me gustan.
—Eres un... psicótico. Algo pasa contigo.
—Lo sé —dijo Benteley—. Estoy enfermo. Y cuanto más veo, más enfermo me pongo. Estoy tan enfermo que a veces pienso que son todos los demás los que están enfermos y que yo soy el único sano. Y eso no está bien, ¿no?
—No —murmuró Eleanor.
—Me gustaría destruir todo esto de un solo golpe. Pero no hace falta: se cae por sí solo. Todo es hueco, vacío, metálico. Los juegos, las loterías: juguetes tentadores para niños. Sólo el juramento hace que todo siga en pie. Posiciones en venta, cinismo, lujo y pobreza, indiferencia..., los chillidos de la televisión que lo tapan todo. Un hombre sale a asesinar a otro y todos miran y aplauden. ¿En qué creemos? ¿Qué tenemos? Criminales geniales trabajando para criminales poderosos. Y juramos fidelidad a bustos de plástico.
—El busto es un símbolo. Y no está en venta. Es algo que no puedes comprar ni vender —los ojos verdes brillantes de Eleanor flamearon triunfantes—. Ted, sabes que es nuestro bien más preciado. Lealtad entre nosotros, entre el protector y su siervo, entre el hombre y su amante.
—Quizá —dijo Benteley despacio— tendríamos que ser leales a un ideal.
—¿Qué ideal?
La mente de Benteley se negó a responder. Se le habían bloqueado las ruedas, palancas y engranajes. Unos pensamientos extraños e incomprensibles estaban asomándole en el cerebro. ¿De dónde procedía ese torrente? No lo sabía.
—Es todo lo que nos queda —dijo finalmente—. Nuestros juramentos y nuestra lealtad son los cimientos sin los cuales el edificio se viene abajo. Pero ¿vale la pena este edificio? No, no vale nada. Ahora mismo se está desmoronando.
—¡Eso no es cierto! —exclamó Eleanor.
—¿Moore es leal a Verrick?
—No, por eso lo he dejado. ¡Él y todas esas teorías! Sólo a eso es leal, a eso y a Herb Moore. —Los amuletos de la buena suerte bailaban con furia—. Me repugna.
—Verrick tampoco es leal —dijo Benteley con cautela, tratando de medir la reacción de Eleanor, atónita y pálida—. No es Moore, no lo culpes. Sólo intenta obtener algo, como todos, como Reese Verrick. Cualquiera de ellos rompería su juramento con tal de sacar una parte más grande en el botín, de tener más influencia. Es la gran carrera hasta la cima. Todos se pelean por llegar allí y nada podrá detenerlos. Ya verás qué poco cuenta la lealtad cuando todas las cartas estén sobre la mesa.
—¡Verrick nunca rompería un juramento! ¡Nunca abandonaría a sus protegidos!
—Ya lo ha hecho. Ha violado un código moral permitiendo que yo jure. Tú también estabas, y lo sabías. Yo presté juramento de buena fe.
—¡Oh, Dios! —exclamó Eleanor, fatigada—. Nunca se lo perdonarás, ¿verdad? Estás molesto porque piensas que se burlaron de ti.
—Es más grave que eso; no te engañes. Toda esta miserable estructura empieza a mostrar su verdadera cara. Algún día te darás cuenta. Yo ya la he visto y estoy preparado. ¿Qué más puedes esperar de una sociedad de juegos, concursos y asesinatos?
—Verrick no tiene la culpa. La Convención fue ideada hace muchos años, cuando todo el sistema de la botella, todo el Minimax, se puso en marcha.
—Verrick ni siquiera respeta las reglas del Minimax. Intenta desbaratarlas con esta estrategia de Pellig.
—¿Crees que funcionará?
—Es probable.
—¿De qué te quejas entonces? ¿No es eso lo que cuenta? —Eleanor le aferró un brazo—. Vamos, olvídalo. Te preocupas demasiado. Moore habla demasiado y tú te preocupas demasiado. Disfruta, mañana es el gran día.
Preparó unas bebidas, le trajo una a Benteley, y se sentó junto a él en el sofá. La cabellera carmesí brillaba y resplandecía en la penumbra del apartamento. Había recogido las piernas debajo de ella. Aún tenía sobre las orejas aquellas manchas grises, aunque ahora parecían más pálidas. Apoyada contra Benteley, sujetando la copa con unos dedos de puntas rojas, cerró los ojos y preguntó a media voz:
—Confiésalo, ¿estás con nosotros?
Benteley no respondió enseguida.
—Sí —dijo al cabo de un momento.
Eleanor suspiró.
—Gracias a Dios. Estoy tan contenta...
Benteley se inclinó hacia delante y puso su vaso sobre la mesita baja.
—No puedo eludirlo; juré lealtad a Verrick. No tengo otra opción, a menos que rompa mi juramento y huya.
—No serías el primero.
—Nunca he roto un juramento. Estaba harto de Oiseau-Lyre desde hacía muchos años, pero nunca quise irme. Hubiese podido hacerlo, con el riesgo de que me capturaran y me mataran. Acepto la ley que concede a un protector derecho de vida y muerte sobre un siervo que ha escapado. Aunque me parece que ni un siervo ni un protector tienen derecho a romper un juramento.
—Hace un rato dijiste que el sistema se desmoronaba.
—Se desmorona, pero yo no pienso ayudar.
Eleanor dejó el vaso y deslizó unos brazos suaves y desnudos alrededor del cuello de Benteley.
—¿Cómo ha sido tu vida? ¿Has estado con muchas mujeres?
—Pocas.
—¿Cómo eran?
Benteley se encogió de hombros.
—De distintos tipos.
—¿Eran simpáticas?
—Creo que sí.
—¿Quién fue la última?
Benteley reflexionó:
—Hace unos pocos meses. Una chica de clase 7-9 llamada Julie.
Eleanor le clavó los ojos verdes.
—Dime cómo era.
—Pequeña, bonita.
—¿Se parecía a mí?
—Tu pelo me gusta más. —Tocó la cabellera de Eleanor, roja y reluciente—. Tienes un pelo muy hermoso, y los ojos también. —La apretó contra él y la tuvo así un largo rato—. Eres hermosa.
Ella cerró una mano sobre los amuletos que le colgaban entre los senos:
—Todo está saliendo muy bien. Tengo buena suerte, muy buena suerte.
Se estiró para besarlo en la boca; su cara estremecida vibró un momento junto a la de Benteley.
—Será fantástico cuando estemos aquí trabajando todos juntos —dijo al fin dejándose caer en el sofá con un suspiro.
Benteley no dijo nada.
Al cabo de un momento Eleanor se apartó y encendió un cigarrillo. Volvió a sentarse mirándolo seriamente, con los brazos cruzados, el mentón levantado y los ojos grandes y solemnes.
—Llegarás lejos, Ted. Verrick te aprecia mucho. Yo tenía tanto miedo anoche cuando hiciste eso, cuando decías aquellas cosas... Pero a él le hizo gracia. Te respeta y piensa que hay algo en ti. Y tiene razón. Hay algo raro y fuerte dentro de ti. —Y añadió patéticamente—: Cuánto daría por poder sondearte, pero ya no puedo hacerlo; eso se acabó.
—Me pregunto si Verrick entiende realmente cómo te has sacrificado.
—Verrick tiene cosas más importantes en que pensar. Mañana regresaremos; todo será como antes, como tú querías que fuera. ¿No es maravilloso?
—Sí, por supuesto.
Eleanor dejó el cigarrillo y se inclinó para besarlo.
—¿De veras que estarás con nosotros? ¿Nos ayudarás a activar a Pellig?
Benteley asintió débilmente:
—Sí.
—Todo será perfecto entonces. —Lo miró fijamente, con ojos verdes brillantes y ávidos. Benteley sintió el aliento de ella en la cara, rápido y jadeante, levemente perfumado—. ¿Te gustan estos cuartos? ¿Te parecen grandes? ¿Tienes que traer muchas cosas?
—No muchas —dijo Benteley, sintiendo un peso que parecía colgar sobre él, un lánguido sopor—. Está muy bien.
Eleanor se apartó con un suspiro de alivio y vació la copa de un trago. Apagó la luz y regresó, reclinándose satisfecha contra él. La única luz ahora era la brasa del cigarrillo en el cenicero de cobre. El pelo y los labios le brillaban con el color de un fuego llameante. Los pezones parecían oscuramente encendidos en el crepúsculo. Al cabo de un rato, Benteley se volvió hacia ella, atraído por aquella serena luminosidad.
Permanecieron acostados sobre la ropa arrugada, satisfechos y lánguidos, con cuerpos que rezumaban calor y humedad. Eleanor alargó un brazo para fumar lo que quedaba del cigarrillo. Se lo llevó a los labios y exhaló el extraño y dulce perfume del deseo sexual satisfecho sobre la cara, los ojos, la nariz y la boca de Benteley.
—Ted —murmuró—. ¿Te ha gustado? —Se incorporó a medias, una ondulación de músculos y carne—. Sé que soy un poco... pequeña.
—Estás muy bien —dijo él vagamente.
—¿No hay nadie que recuerdes con la que habría sido mejor? —No hubo respuesta, y ella continuó—:Quiero decir: tal vez no lo hago tan bien, ¿no?
—No. Eres magnífica. —La voz de Benteley parecía hueca, apagada. Estaba acostado junto a ella, inerte y sin vida—. Todo está bien.
—Entonces, ¿qué pasa?
—No pasa nada —dijo Benteley. Se levantó y se alejó lentamente—. Estoy un poco cansado, nada más. Ahora será mejor que me marche —concluyó secamente—. Como has dicho, mañana será un gran día.
NUEVE
Leon Cartwright estaba desayunando con Rita O'Neill y Peter Wakeman cuando el operador ípvic le informó de que habían captado una señal de la nave, una transmisión en circuito cerrado.
—Lo siento —dijo el capitán Groves, cuando se vieron cara a cara a una distancia de miles de millones de kilómetros—. Veo que ahí es de mañana. Todavía tiene puesta la vieja bata azul.
Cartwright tenía el rostro pálido y demacrado. Y la imagen era mala: la enorme distancia la deformaba y oscurecía.
—¿Dónde se encuentra exactamente? —preguntó con voz lenta y vacilante.
—A cuarenta unidades astronómicas —respondió Groves. El aspecto de Cartwright lo había impresionado, pero quizá era consecuencia de las distorsiones de la señal—. Dentro de poco nos adentraremos en el espacio ignoto. He cambiado ya las cartas de navegación oficiales por las referencias de Preston.
La nave se encontraba probablemente a mitad de camino. El Disco de Fuego —suponiendo que existiera— tenía una órbita cuyo radio vector era dos veces mayor que el de Plutón. La órbita del noveno planeta era el límite del universo explorado; más allá se extendía una inmensidad casi desconocida, de la que se sabía poco y se conjeturaba mucho. En breve, la nave pasaría entre las últimas boyas de señalización dejando atrás el universo familiar y finito.
—Hay miembros del grupo que quieren volver —dijo Groves—. Saben que estamos a punto de abandonar el universo explorado. Es la última oportunidad que tienen para saltar fuera de la nave; si no lo hacen ahora tendrán que seguir hasta el fin.
—¿Cuántos saltarían, si pudieran?
—Al menos diez.
—¿Puede seguir adelante sin ellos?
—Nos quedarían más provisiones. Konklin y Mary se quedan, el viejo carpintero Jereti también, los ópticos japoneses y el mecánico de motores de retropropulsión... Creo que lo conseguiremos.
—Déjelos saltar entonces, si no ponen en peligro la expedición.
—Antes, cuando hablamos —dijo Groves—, no tuve ocasión de felicitarlo.
La imagen deformada mostró a Cartwright incorporándose con indolencia:
—¿Felicitarme? Muy bien, gracias.
—Quisiera poder darle la mano Leen. —Groves alargó una enorme mano negra en la pantalla del ípvic, Cartwright hizo lo mismo; parecía como si los dedos de las dos se tocaran—. Supongo que ustedes, los terráqueos, ya se habrán acostumbrado a la idea.
En la mejilla de Cartwright un músculo se retorció en un breve espasmo.
—Confieso que me cuesta creerlo. Es como una pesadilla de la que no puedo despertar.
—¿Una pesadilla? ¿Se refiere al asesino?
—Exactamente. —Cartwright torció la boca—. Dicen que ya está en camino. Estoy aquí sentado esperando a que aparezca.
Al terminar la transmisión, Groves llamó a Konklin y Mary a la cabina de control y les informó en un tono que parecía de indiferencia:
—Cartwright está de acuerdo en dejarlos saltar. Ya no son asunto nuestro. Lo anunciaré durante la cena —Les indicó un cuadrante que se había encendido—: ¿Ven esa aguja oxidada que empieza a moverse? Es la primera vez que el indicador se activa desde que construyeron la nave.
—Para mí no significa nada —dijo Konklin.
—Ese parpadeo irregular es una señal automática. Si la pasara a audio quizá la reconocieran. Nos indica que vamos a cruzar los límites del espacio explorado. Ninguna nave se ha aventurado más allá de este límite, excepto algunas expediciones científicas que llevaban a cabo pruebas abstractas.
—Cuando ocupemos el Disco —replicó Mary con los ojos muy abiertos—, habrá que eliminar ese jalón.
—No olvidemos que la expedición del 89 no encontró nada —señaló Konklin—. Y tenían toda la información que Preston dejó.
—Quizá Preston haya visto una enorme serpiente cósmica —sugirió Mary medio en broma, medio en serio—. Tal vez nos devorará, como en un cuento.
Groves la miró fríamente:
—Yo me encargaré de la navegación. Ustedes dos vayan a supervisar la carga de la nave salvavidas, para los que van a saltar. Ustedes duermen en la bodega, ¿no es cierto?
—Sí, con todos los demás.
—Cuando la nave salvavidas se haya ido, habrá espacio de sobra; podrán elegir. La nave se vaciará casi del todo, me temo —concluyó Groves con amargura.
La bodega había servido de enfermería. Konklin y Mary habían barrido y cepillado todas las superficies. Mary había lavado las paredes y el techo y había limpiado a fondo las rejillas de ventilación.
—En realidad, no hay tantas rejillas metálicas como parece —le dijo a Konklin con optimismo, mientras vaciaba los escombros en el triturador de basura.
—Esto era el cuarto de los tripulantes.
—Si conseguimos aterrizar sin problemas podríamos instalarnos aquí; es mucho mejor que mi casa en la Tierra —Mary se desató las sandalias y se tumbó lánguidamente en el estrecho catre de hierro—. ¿Tienes un cigarrillo? Los míos se me han acabado.
Konklin le alcanzó su paquete de mala gana.
—Cuidado, es el último.
Mary encendió un cigarrillo, se reclinó en el catre, apoyó de nuevo la cabeza y cerró los ojos.
—Este sitio es tranquilo. No hay gente en los pasillos gritando.
—Demasiado tranquilo. Sólo pienso en lo que está ahí, fuera de la nave. Esa tierra de nadie que separa los sistemas. ¡Dios mío! Todo ese frío alrededor. El frío, el silencio, la muerte... o peor aún.
—No pienses esas cosas. Tenemos que mantenernos ocupados.
—Al fin y al cabo, no somos tan fanáticos como se dice. Parecía una buena idea: un décimo planeta para posibles emigrantes. Pero ahora que ya estamos en camino...
—¿Estás enfadado? —preguntó Mary, inquieta.
—Estoy furioso con todos: la mitad del grupo ha decidido abandonar. Estoy furioso porque Groves está encerrado en la cabina de control intentando encontrar una ruta basándose en las elucubraciones místicas de un desequilibrado y no en datos científicos concretos. Estoy furioso porque esta nave es una vieja cafetera a punto de estallar. Y porque hemos superado el último jalón y sólo los chiflados y los visionarios pueden llegar tan lejos.
—Y nosotros, ¿a qué categoría pertenecemos? —preguntó Mary con un hilo de voz.
—Lo sabremos muy pronto.
Mary le tomó tímidamente la mano.
—Aunque no consigamos llegar, esto será realmente estupendo.
—¿Esto? ¿Una celda pequeña? ¿Una celda monástica?
—Me parece que sí. —Ella lo miró seriamente—. Es lo que yo quería: había soñado esto antes. Cuando deambulaba de un lugar a otro, de una persona a otra. No quería ser una chica de cama..., pero no sabía realmente qué estaba buscando. Ahora creo que lo he encontrado. Quizá no debería decírtelo: te pondrías furioso otra vez. Tengo un amuleto para atraerte. Janet Sibley me ayudó a prepararlo; es una experta. Deseaba que me quisieras mucho.
Konklin sonrió y se inclinó para besarla.
De pronto, en silencio, Mary desapareció. Una cortina de llamas blancas y deslumbrantes rodeó a Konklin; no había más que ese fuego glacial que lo envolvía todo, un universo incandescente que devoraba todas las formas y los seres, y que no dejaba nada detrás excepto esa gran llamarada.
Konklin retrocedió, tropezó y se hundió en el turbulento océano de luz. Lloró, gimió e imploró. En vano trató de escapar, de encontrar algo a que aferrarse, a que sujetarse. Pero no había otra cosa que esa infinita extensión de deslumbrante fosforescencia.
Y fue entonces cuando la voz irrumpió.
Brotó de las profundidades de su propio cuerpo y subió a la superficie como un vasto torrente. La fuerza de la erupción lo aturdió. Se desplomó otra vez, balbuceó y se acurrucó como un feto, aterrado y desamparado, convertido en un protoplasma inerte. La voz retumbaba dentro de él y alrededor era un mundo de fuego y sonido que lo consumió por completo. De él quedó una ruina quemada, un despojo arrugado y chamuscado, expulsado por el infierno desencadenado de la energía vital.
—Nave terrestre —decía la voz—. ¿Adónde vais? ¿Qué hacéis aquí?
El sonido penetró en Konklin como un taladro, mientras yacía en el turbulento océano de luz espumosa. La voz iba y venía, como las llamas, una vibrante masa de energía en bruto que lo azotaba incesantemente, por dentro y por fuera.
—Habéis dejado atrás vuestro sistema. —La voz resonó en el cerebro aplastado de Konklin—. Estáis fuera. ¿Lo entendéis? Éste es el espacio intermedio, el vacío entre vuestro sistema y el mío. ¿Para qué habéis venido tan lejos? ¿Qué estáis buscando?
En la cabina de control, Groves luchaba desesperado contra la corriente furiosa que le invadía el cuerpo y la mente. Tropezó y se desplomó sobre el tablero de navegación. Las cartas y los instrumentos cayeron y bailaron alrededor, en una parábola de chispas de fuego. La voz continuaba, despiadada, arrogante, altanera.
—¡Frágiles terrícolas, que os habéis aventurado hasta aquí, regresad a vuestro sistema! Regresad a vuestro pequeño universo ordenado, a vuestra estricta civilización. ¡Apartaos de las regiones desconocidas, apartaos de las tinieblas y de los monstruos!
Groves alcanzó la esclusa, tambaleándose. Trepó débilmente hasta que consiguió llegar al pasillo. La voz resonó de nuevo con una energía inaudita que lo proyectó contra el casco maltrecho de la nave.
—Presumo que buscáis el décimo planeta de vuestro sistema, el legendario Disco de Fuego. ¿Para qué lo buscáis? ¿Qué pretendéis?
Groves chilló aterrorizado. Ahora entendía: eran Las Voces que Preston había profetizado en el libro. Sintió de pronto una esperanza desesperada.Las Voces que conducían... Abrió la boca para decir algo, pero el estruendo retumbó otra vez, interrumpiéndolo.
—El Disco de Fuego es nuestro mundo. Lo hemos transportado a través del espacio hasta este sistema. Aquí lo hemos puesto en marcha, en una órbita eterna alrededor de vuestro sol. No tenéis ningún derecho sobre él. ¿Qué os proponéis? Quisiéramos saberlo.
Durante un instante vertiginoso y fugaz, Groves proyectó mentalmente una respuesta, pensando en todas las esperanzas, los planes, las necesidades y los anhelos insaciables de la raza humana...
—Quizá —respondió la voz— tendremos en cuenta y analizaremos vuestros pensamientos verbalizados... y vuestros impulsos submarginales. Tenemos que ser prudentes. Si quisiéramos, podríamos incinerar vuestra nave... —Tras una pausa, la voz continuó, pensativa—: Aunque todavía no, por ahora no. Nos tomaremos nuestro tiempo.
Groves encontró la cabina de transmisión ípvic. Se abalanzó sobre el transmisor: una forma vaga que danzaba en los bordes del fuego blanco. Pulsó el botón de encendido: los circuitos cerrados se activaron automáticamente.
—Cartwright —dijo jadeando.
La señal transmisora, captada primero por Plutón, y luego por Urano y los otros planetas, llegó finalmente al repetidor del Directorio en Batavia.
—El Disco de Fuego ha sido transportado a vuestro sistema por una razón —prosiguió la gran voz. Hizo una pausa como si consultara con unos compañeros invisibles—. El contacto entre nuestras dos razas podría llevarnos a un nivel más elevado de integración cultural —continuó—. Pero debemos...
Groves se inclinó sobre el transmisor. La imagen era demasiado remota. Se había quemado los ojos y no alcanzaba a verla. Anhelaba fervorosamente que la señal llegara a Cartwright, que viera lo que él veía, oyera la voz imponente y comprendiera las palabras atroces y a la vez esperanzadoras.
—Queremos observaros —continuó la voz—. No tomamos decisiones precipitadas. Cuando vuestra nave se acerque al Disco de Fuego, entonces decidiremos. Decidiremos si la destruimos o si os conducimos a la seguridad del Disco de Fuego, al cumplimiento feliz de vuestra expedición.
Reese Verrick accedió a la llamada de urgencia del técnico ípvic.
—Escuche —le dijo a Herb Moore—. Han interceptado la nave de Cartwright. Una señal ha llegado a Batavia. Parece un asunto importante.
Sentados delante del videotransmisor que los técnicos habían instalado en Farben, Verrick y Moore observaban atónitos la escena. Un diminuto Groves, envuelto en un océano de llamas lancinantes, era azotado como un insecto indefenso. Desde el altavoz de encima de la pantalla y distorsionada por millones de kilómetros de distancia, la voz imponente tronaba:
—... os advertimos. Si no dejáis que guiemos amistosamente vuestra nave, si tratáis de navegar por vuestra cuenta, entonces no garantizamos...
—¿Qué es eso? —carraspeó Verrick, pálido y estupefacto—. ¿Un montaje? ¿Saben que los estamos espiando? —Se estremeció: ¿O es realmente...?
—Cállese —dijo Moore con voz ronca, mirando alrededor—. ¿Lo han grabado todo?
Verrick asintió, con la mandíbula caída.
—Señor, ¿en qué lío nos hemos metido? Hay leyendas y rumores de seres fabulosos que viven allí... Nunca hubiese imaginado que fuera cierto.
Moore examinó las grabaciones y luego preguntó bruscamente:
—¿Piensa que se trata de una aparición sobrenatural?
—No, de otra civilización —Verrick temblaba, asombrado y asustado—. Es increíble. Hemos entrado en contacto con otra raza.
—Increíble, usted lo ha dicho —dijo Moore cortante. Apenas terminó la transmisión y la pantalla calló ennegreciéndose, juntó las grabaciones y fue a toda prisa a la Biblioteca de Información Pública. En menos de una hora el análisis fue expedido de vuelta desde el Centro de Investigación de Ginebra. Moore recuperó el informe y se lo llevó a Verrick.
—Aquí tiene, mire —arrojó el informe sobre el escritorio de Verrick—. Se están burlando de alguien, pero no sé muy bien de quién.
Verrick lo miró perplejo:
—¿Qué es esto? ¿Qué dicen? Esa voz...
—Es la voz de John Preston —sentenció Moore con una expresión extraña—. En una ocasión Preston grabó algunos párrafos de esa obra que él escribió, El Unicornio. La Biblioteca conserva esas grabaciones junto con algunas imágenes de vídeo y la comparación no deja lugar a dudas.
Verrick se quedó con la boca abierta.
—No entiendo, explíquese.
—John Preston está allí. Ha estado esperando la llegada de la nave y ahora ha entrado en contacto con ellos. Los guiará hasta el Disco.
—¡Pero Preston murió hace ciento cincuenta años!
Moore soltó una carcajada nerviosa:
—No se deje engañar. Ordene abrir inmediatamente esa cripta y se dará cuenta. John Preston sigue vivo.
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